viernes, 21 de mayo de 2010

Como un miedo

Hoy subo a La Laguna otra vez (en tranvía, no quiero más problemas con los mantenedores del orden en su denodado papel recaudador). Nuevas gestiones en el INEM, trámites para nada, para que la maquinaria siga funcionando. Y para matar los tiempos muertos me traje el relato que estoy releyendo de Henry Bauchau, Diótima y los leones. Mi hija mayor se llama así, Diótima, y un amigo nos trajo este libro unos años después de que naciera. Me seduce su historia; de un clan familiar Persa, en el reino de Anshan, que lleva en la sangre una relación especial con el sentido de la vida, salvaje, ancestral, sangrienta, pero a la vez noble y elevada. El abuelo Cambises, su padre Ciro y ahora ella, Diótima, mantenían un ritual en el que todos los años daban caza a unos cuantos leones y llevaban a cabo toda una serie de danzas aderezadas por brebajes antiguos e incineraban los cuerpos de las fieras abatidas con gran respeto en grandes hogueras. La madre de Diótima era griega y mantenía una relación con la vida bien distinta, culta, refinada y amante de su casa, nada de cabalgaduras ni de matanzas. La lucha por hacer de Diótima dos mujeres tan diferentes, tuvo lugar tanto dentro como fuera de ella, pero la propia naturaleza dictaminó su camino. La historia sigue y no quiero terminar de reventarla con mi pequeño resumen. El caso es que después de saldar mis gestiones burocráticas, me apetecía un barraquito en el Época, lugar al que me gusta ir a media mañana, si me cuadra, y en donde sabía que podía seguir con mi lectura. Así fue, disfrutando, además, con la música del local; el piano, los toques rítmicos de platillo y del contrabajo, y la voz envolvente de alguna cantante negra americana, con la más pura cadencia del jazz que más me atrae. Y yo con mi cortado largo aromatizado y mi historia de hombres, mujeres y leones. Me encanta dejarme atrapar allí, en un rincón cualquiera. Saludo al viejo barman que conozco desde su época en la cafetería de la facultad de derecho. Hablamos de lo que hay (de lo que no hay, más bien), trabajo y dinero. Él es del Puerto (de la Cruz), siempre me he llevado muy bien con la gente del Puerto. Ese es mi triángulo perfecto en esta isla también triangular; Los Cristianos, San Andrés y el Puerto. Bueno, quizás haya otro triángulo por descubrir todavía. ¿Formarán ambos una peculiar estrella de David? Espero que no, pero nunca se sabe. De momento, Candelaria podría ser uno de sus vértices.
Me regreso ya al tranvía, pero en la parada compruebo que «hay bajada de tensión en el sistema» Así lo definió una mujer que se acercó por allí, pues, lógicamente, ni el servicio de megafonía, ni las pantallas informativas funcionaban en ese momento. Bajo por Delgado Barreto para coger la 014 en la parada del Campus. Todas las farolas estaban adornadas con carteles que anunciaban al Gran Circo Mundial. En ellos se veían a animales exóticos con sus domadores, como a la bella Reina Aurori, con traje de cuento de Las mil y una noches, cabalgando un elefante con adornos de lentejuelas doradas. En otro de los carteles aparece un gran ejemplar de león albino, flanqueado por dos tigres, uno de bengala y otro también albino o siberiano, vaya usted a saber. La imagen del león me conecta, evidentemente, con la historia que leía, pero su expresión de gato grande falto de fiereza más bien me defrauda.
Cojo la guagua que me deja a la altura de La Higuerita. Camino por la larga avenida que une este barrio con Las Mantecas y me sigo encontrando más carteles (¡qué despliegue publicitario! Ni cuando las elecciones). Ahora, sin embargo, me topo con una imagen nueva del melenudo león albino, esta vez un primer plano esbozando un gran rugido. Tampoco es gran cosa, pero quizás deba proponer a mi hija si quiere ir al circo este fin de semana. No es lo mismo que en el cuento, pero acaso también descubra alguna vibración ancestral.
En el camino alcanzo por su espalda a un hombre algo más bajo que yo, pero mucho más corpulento, como tres veces más ancho, y con una musculación natural poderosa (sin gimnasios). Lleva una pequeña bolsa plástica en la mano y avanza ladeando su cuerpo a cada paso. Al pasar por él nos miramos fugazmente, no era nada grotesco, pero tiene mirada de niño y me recuerda a Cuasimodo. Sigo y al pasar por la floristería oigo a una señora hablando con otras dos; su tono es amargado y exclama «¡Pero es que es mi hija!». Cada vida es una historia, una novela inabarcable, una lucha contra el universo en nuestro afán por ser parte de él. Quizás, todo esto tan solo sea una arbitrariedad, una mala jugada del destino, un farol en la apuesta de los dioses. A pesar de todo, nosotros seguimos creyéndonos algo. No sé qué, pero seguimos viendo leones por todos lados y eso seguirá sin dejarnos en paz. Ahora sin rituales, sin complicidades, sin sangre ni luchas. Como un miedo al vacío y la oscuridad.