Ran ran ran... Las lonchas de carne jamonada caían junto al ruido del extraño bucle sonoro de la máquina. La operaria dibujaba con sus manos enguantadas el movimiento calculado y repetitivo de siempre. Ran ran ran... Las lonchas caían una tras otra, amontonándose sobre el aséptico papel de envolver. Carne mil veces cortada y trasegada hasta formar una masa compacta y uniforme. Mil féculas de relleno, mil vidas de manada, mil jaulas de racionalismo minimalista, mil mataderos diseccionando en el anonimato de la sangre y la pericia, mil brazos de frío acero, mil machetes de filo inoxidable. Qué más puedo decir. Qué más me cabe esperar. La mirada absorta en el mostrador de la luz ionizante, el sonido hipnótico de las máquinas. La dulce sonrisa de las mercadonnas con el regusto amargo de las muchas horas y el poco rendimiento. Apenas dos mundos que rebotan sin chispazos. Y, una vez más, debo salir corriendo al coche en mitad de la cola para traer la bolsa olvidada antes de que llegue mi turno. Y frente a la cajera... --¡ocho, ocho, ocho; capicúa! --Y yo mirando incrédulo aquel fuera de guión. --¡8,88€, capicúa! --Vuelve a repetir. --Sí sí. --Le devuelvo la sonrisa y no acabo de comprender que esta compra me haya salido tan barata. ¡Lo del capicúa me la trae al pairo, señora! (sólo lo pienso) ...¡Que no está el horno ni para esta clase de bollos!
Ran ran ran... la vida incesante y sin parada donde poder bajar. La vida anodina y doblegada al espectro. Ran ran ran... la parodia sin fin.
miércoles, 11 de mayo de 2011
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