domingo, 18 de abril de 2010

Nos trancaron dos y se llevaron tres. Si quieres, te lo digo del revés

Vino Jesús, el talismán, pero estuvo a punto de quedarse por fuera del campo con la miel en los labios. Será por eso que su vaticinio arcánico se dio al revés, el 32 (ver comentarios de ayer). Tete: 3 / Getafe: 2 Nino hizo de la bomba que necesitábamos (un hat-trick), el resto se lo podrán imaginar. Buen juego por momentos, a pesar de la garra, la precipitación y los nervios del que se pasea por el filo de la navaja. Con cualquier traspié caes al abismo. Jesús blasfemaba y recriminaba (parecía un hincha de toda la vida), yo tampoco me quedé atrás, Domingo acabó afónico; la grada entera no pudo culminar los cánticos y los coros, la tensión y los sobresaltos nos atenazaban; hasta al Barraquito (incansable en otras contiendas) se le llegaron a bajar los brazos de remar al viento su estandarte. Salimos del partido satisfechos por el resultado, pero con la sensación de haber corrido los cuatro cientos metros vallas, casi exhaustos, de bajona ya. ¡Y lo que nos queda todavía!

Nunca hay mal que por bien no venga

Leo por ahí de un volcán con nombre impronunciable para un hispanoparlante, Eyjafjalla, nada menos. Hace un tiempo era tan sólo un exotismo periodístico; el volcán que nace entre el hielo, la lucha de opuestos, lo gélido frente a la incandescencia, una bella postal para el souvenir de Islandia, una imagen para la extravagancia del habitar una tierra extrema. No es de extrañar que Julio Verne se fuera hasta allá para encontrar la puerta de su viaje al centro de la Tierra. Sin embargo, me atrae poderosamente la atención el antecedente de Eyjafjalla (tendrán que cambiarle el nombre ¡Por Dios, aunque sea, llámenlo ‘Eyja’!). Y es que hubo otra erupción de consecuencias parecidas a ésta, el Krakatoa, de 1883. Por lo visto, la emisión de cenizas a la atmósfera del Krakatoa llegó hasta la estratosfera, determinando que sus finos cristales de sílice refractivos cambiaran los colores habituales del cielo en todo el mundo. De repente, durante meses parecía que la Tierra se hubiera tomado un ácido, y en ese viaje psicodélico los cielos se transformaran en bellísimos horizontes púrpura y salmón al atardecer, la luna se llegara a ver de un exquisito color azul y otras veces de verde. No faltaron los artistas que reflejaban esas visiones en sus cuadros, y entre ellos… Edward Munch, con su famosa tela de El grito. Ojalá ‘Eyja’ nos depare cosas parecidas, algo así como una aurora equinoccial, una luz tremular, un aire de otro planeta… iridiscente.
Algo así viví yo mientras nos bañábamos en una playa del sur, hace unos tres veranos, cuando media isla ardía y la gran nube de humo se interpuso al sol, dejando los colores de la isla bajo bellas tonalidades rojizas y un hermoso e inquietante disco naranja en el alto cielo de La Gomera. Y el viejo pescador me decía «¡Era como anunciando el fin del mundo!».