Dicen que por qué ya no escribo, que desde hace un tiempo avanzo fatigosamente en mi blog. Sí, es cierto, escribir sólo es un estado del ser, y últimamente no encuentro mi espacio, todo demasiado revuelto, demasiado rápido y túrbido, como esos embates que anegaron San Andrés. Y del ser y el ente estuvimos hablando el otro día en Tijuana, y luego de otras cosas más en la verticalidad nada subterránea de Atlantic City. Esa tarde yo sólo quería hablar de viajes, de viajes marcados por córvidos de negro plumaje (como ahora apunta JMª). No pudo ser. Parménides tiene la culpa, alegaba Jesús, aunque también fuimos metiendo a otros en el ajo. Ese es nuestro aliciente; que las palabras fluyan, que vayan encadenándose unas a otras para encontrar un hilo de sentido a esa verticalidad etérea, una mera proyección de nuestra mente para poder respirar hondo y sentir vida. Así son los entresijos de las ideas recomponiéndose, recombinándose, para dar forma a lo que sólo estaba en potencia. Y en cada acto, la certeza de que bien podría haber sido de otra manera, aunque ahora ya no sepas qué. Y derivamos por la ontología y la tragedia, quién me lo iba a decir. Y seguimos con lo apolíneo y lo dionisiaco, y ahí volví a sentir mis últimos viajes, especialmente el último a territorio bagañete y aledaños, territorio bendecido por símbolos e historias que me hacen volar. Cuando gracias a Juana fuimos a ver la exposición de Cándido Camacho (el amante de las reinas de la noche), supe que esta vez sí, que tenía que ir a La Palma; la isla de la endecha y su maldición, la isla del santo patrón el Arcángel San Miguel, defensor de los judíos y luchador infatigable contra el diablo. El triunfo de la luz, la belleza y el orden sobre la oscuridad amorfa e irracional, contra la pérdida del principio de individuación, como invocaban los hermanos en Tijuana. Pero en esta isla, una noche el diablo triunfa y entre lenguas de fuego bailamos hasta el amanecer. Dejamos de ser uno para ser uno con todo, y todo se vuelve cornudo, dionisiaco, amorfo, magmático. Y comemos carne de cabra, y bebemos vino y cerveza negra del diablo, y cantamos y bailamos, y saltamos y nos hartamos de esa clase de fuego que no es ni físico ni metafísico, y tenemos cuidado de la cola del diablo, cumpliendo con lo que me susurró el cuervo en La Cumbrecita, y nos despedimos de la isla bajo una nube de grajas volando sobre nuestras cabezas, aprovechando las corrientes cálidas del verano, ascendiendo y dando vueltas y más vueltas, y croando entre aromas de brezo por La Concepción, después de pasar por El Porvenir.
Y nos vamos a San Andrés. ‘Tengo que ir para allá’ decía Jesús con un brillo especial en los ojos tras una llamada telefónica. No sé qué pasó, pero a mí también me entraron ganas de ir. El mundo sigue revuelto y cada uno te ofrece su cachito de vida, como una panoplia de variedad y matices. Ferni me habla de su querida música llanera. Sé que tan solo es un juego, un punto de partida; el juego de reclamar una cierta compensación cuando es la propia empatía lo que está en juego. Esos cabrones que me birlaron el cd del bólido dorado, tienen la jodida culpa, pero no se trata de eso precisamente. De Daví dice Jesús que es un narrador del carajo, y se ensartan a hablar de sus cosas, y yo los dejo en la ventana del Castillo. Hablo con el barman, que ha conocido mundo y me cuenta de tierras americanas. Me doy cuenta de su deje palmero y venezolano, que me recuerda tanto al amigo del Oyente Marcelino. También es chavista y los argumentos se repiten. Ay Dios, qué hacer en este mundo de medias verdades y falsas esperanzas. La única certeza está en el ron que me traje de La Palma, Jesús sabe algo de eso, aunque no se lo merezca por venganzas de serpiente enroscada. Menos mal, que de vez en cuando se deja caer con otra clase de negocios más túrbidos y fraudulentos.
miércoles, 14 de septiembre de 2011
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