En “Sin cara ni cruz”, David Galloway aborda el tema del cornudo, del cornudo que juega a matar a su esposa cuando la relación ya hace tiempo que llevaba muerta. El placer de contar todas las tribulaciones de él y el repaso a recuerdos y momentos expresivos de ella. Todo ese embeleso en medio de la desidia y la dejadez; la implacable inercia de las vidas replegadas a sí mismas, para el relato profuso de un mundo particular; el particular mundo del traidor traicionado y del corazón roto de amor. Y todo ese deleite, sin prisas, por asomarme a ese mundo de reproches y ternura de hombre en su contradictoria humanidad. Demasiadas páginas para que no decaiga el cuento …y hubo algún momento, pero el cuento no decayó.
En “Una superviviente, tal vez eso lo explica todo”, Nicolás Melini también se atreve a explorar esos inmensos universos de empatías y desencuentros de toda relación amorosa. La siempre deliciosa prevaricación de las emociones; la prueba del sometimiento y el despecho; la falsa sensación de victoria en un terreno donde todos pierden aunque ganen… y demás. Cómo no reparar en ello.
“El encargo” de Santiago Gil tiene ese extraño aroma de lo confesional, del secreto contado a la oreja en una noche de copas, algo que te agarra, te implica y atañe descaradamente. Nos habla de las ilusiones y derrotas del escritor, pero bien pudiera ser de cualquier otra profesión deseada y no conseguida del todo, y, por ello, la casi serena humillación de cada día frente a la ‘normalidad’. Algo de lo que muchos sabemos de sobra.
“Los ojos de Henry Fonda”, de Javier Hernández Velázquez, no me lograron atrapar del todo. Quizás, el autor también debería probar con otra clase de mujeres; no tan rubias, no tan despampanantes, no tan deseadas ni deseosas. No sé, igual el esquema ya empiece a estar un poco agotado y convenga algún giro, otro contexto del que salgan nuevas sensaciones y situaciones. No me ha resultado así en su narrativa larga, pues afortunadamente hay otros ingredientes, pero sí comienza a ser una más que previsible constante en su narrativa.
De “La edad de Cristo” de Pablo Martín Carvajal, me quedó una agradable sensación tras lo quijotesco de su lucha contra unos gigantes transformados esta vez en aversiones por tal o cual palabra. El odio al lenguaje como reverso del odio a las personas, porque son ellas mismas lenguaje hecho suyo, modelado hasta la completa fusión entre lo denotado y lo connotado. La lucha contra las palabras se torna así en lucha contra determinados individuos, y la obsesión por eliminarlas en purificación máxima de los seres parlantes. Aunque pudo sacarle más partido a eso sin tanta necesidad de abordar lo absurdo del intento.
Y, por último, de “El perro” de Anelio Rodríguez Concepción decir que me gustó bastante esa manera de crear una pequeña historia cotidiana cuyo final te obliga a pensar mucho más allá de la misma. Una historia que te da pie a pensar en recorridos vitales, en el papel tan importante que juegan los pequeños detalles en determinados momentos de nuestra propia vida, detalles insospechados y olvidados hasta el momento en que te toca reparar en ellos. Sin duda, el mejor final de esta colección de cuentos.
Que quién soy yo para hablar de esto y lo otro, para atreverse a interpretar o emitir opinión haciendo comparaciones, seguramente tan injustas como odiosas y demás fruslerías… Pues, eso, solo un lector, tan solo un cuervo lector que de vez en cuando le da por picotazos a diestro y siniestro, para luego iniciar un par de saltos de impulso y echar a volar a otra cosa.
miércoles, 18 de mayo de 2011
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