viernes, 22 de octubre de 2010

La donna mercamobile

Ya me reía yo, más de una vez, por los olvidos de las bolsas del Mercadonna. Los desatinos y los retrasos se sucedían una y otra vez en las colas de las cajas. Ya se sabía, hasta el dieciocho duraba el plazo. Sobre la marcha, unos deciden comprar las nuevas alforjas para la mercadería cotidiana, otros prefieren llevarse la compra en el carrito y descargar directamente en su coche, otros salen corriendo a buscar las olvidadas talegas… Yo me reía y ya no me río, cuando, apenas tres días después, los observo disciplinados en las nuevas artes del mercamobile. Cochear, coger, encestar, cajear… entalegar, cochear otra vez. Ésta es la triste noticia del rumbo de nuestras vidas, la microfísica del poder, el panóptico, la prisión, vigilar y castigar. Nadie escapa a la disciplina, a la auto-represión, que es la más fina y efectiva tecnología del poder. Asumes, pero creyéndote que eres tú el que decide. Así me veo. Yo, un insumiso confeso. Hasta dónde hemos de llegar aceptando todas las mentiras e hipocresías de este mundo.

José Luis, un primo que trabajaba en una sucursal bancaria, me comentaba hace un tiempo: «No, yo ya me jubilé. Bueno, me jubilaron, más bien. No, ahora me dedico a la bolsa» «¡Coño!» contesté yo. «Sí, a la bolsa del pan, a la bolsa de la verdura, …» Ja ja ja (reíamos). «¡Joder, igual que yo! (le digo) Pero no hay manera de hacer negocio. Aquí nunca tienes suerte».

Ayer me acerqué por Alcampo. Por aquí también hubo un escorzo bolsil, pero todo ha quedado reducido sólo a uno o dos cajeros. Todo controlado, aunque sólo de momento. Entro con mis hijas en busca de una mochila con ruedas. El peso del material escolar en primaria ya es superior incluso al que yo usaba en el instituto ¿? Al llegar a caja, Norita se empeña en un paquete de chicles. Pues nada, mochila y chicles de fresa sin azúcar. Cuando paso al cajero me encuentro a un hombre en prácticas (ahora entiendo por qué no había cola). Tanto es así que tenía a su espalda una instructora indicándole los pasos a seguir. Me fijo en sus dedos gruesos y fuertes, con restos de… ¿yeso? en las uñas, y me acuerdo de la debacle de la construcción y de los cientos de miles que hace unos años ganaban millonadas en trabajos de ajuste. Se le notaba torpe con las claves de la máquina, incluso en la destreza manual de la tarjeta de crédito. Manos encallecidas en las artes del alicatado, el enfoscado y demás. Manos para el reciclaje laboral, a la espera de tiempos mejores… que ya nunca llegarán.

El hombre toma lectura del código de barras de la mochila y la pasa al final del tablero. Hace lo mismo con los chicles y los mete en una de las pequeñas bolsas que asoman por debajo ensartadas a los ganchos metálicos.

«¡No, gracias. No hace falta más bolsas. La niña se los lleva directamente en su mochila nueva».

El nuevo comprador del mercamobile se contine, se reprime, sin apenas protesta. Ahora comienzan a hacérseme lejanas las compras del plastic a go-gó, la vieja razón de la abundancia mercantil, la alegría inocente del envase de todos los envases, el contenedor universal, el recipiente último y provisorio. ¡Ha nacido el nuevo proscrito!

Cuando vuelva la semana próxima, ninguno de los dos tendremos que decirnos nada. Los piñones se habrán ajustado al engranaje. Como autómatas del siglo XXI, con el peso de la cotidianidad sobre nuestras espaldas. Pues... ¡qué bien!