En la comida del otro día con el amigo y escritor gallego-sureño Antonio Gómez Charlín, antes de acudir a la radio tijuanera de Jesús, me comentaba que yo también iba a aparecer en su próxima novela circulando por allí con los Hijos bastardos de Dios (qué honor), y para eso tenía que leer mi relato futurista En aquella noche de amores cibernéticos. El interés es mutuo, porque, a su vez, fue leyendo un episodio de su novela Las bellezas de Kyoto lo que me inspiró para concebir un cierto estado vital en ese relato. Por otro lado, ayer me llama Ánghel Morales invitándome a participar en una entrevista televisiva sobre la antología de cuentos canarios de ciencia ficción: Trece gramos de gofio estelar. ¡Joder, televisivos! Al fin eso de ‘estelar’ comienza a tener sentido.
El asunto es que, por un motivo y otro, vuelvo a remover en mi memoria las intervenciones improvisadas en Radio Unión Tenerife y en la presentación del Ateneo de La Laguna. Naturalmente, muchas ideas que me daban vueltas entonces, y al hilo de las intervenciones y comentarios de unos y otros, al final quedaron sin publicitar oralmente y me animo a ponerlas por escrito ahora.
Después de los agradecimientos obligados por la cortesía y formalismo del evento en el Ateneo, me negaba a contar de qué iba la historia, así tal cual, y comencé diciendo: «Tengo el dudoso honor de presentar el relato más breve de la colección Trece gramos… Pienso ahora que la cuestión para nada fue arbitraria, pues su lectura dura más o menos lo que ese momento de clímax que todos buscamos de vez en cuando. Y es que este cuento también va de eso, de una pareja de ciborg en los que la frontera humano-máquina ya ha sido traspasada hasta el punto de formar parte del natural discurrir de sus vidas cotidianas. Sin embargo, los retos vitales siguen siendo los mismos de siempre: sorpresa, interés, amor, felicidad, vida compartida… y el clímax, que de alguna forma los resume a todos ellos.» El futuro humano-tecnológico —pienso ahora, y entonces— seguramente nos proporcionará nuevas capacidades y recorridos vitales, pero al final seguiremos buscando las mismas cosas. Quizás, y a pesar de los cambios socioeconómicos, tecnológicos y políticos, en lo íntimo, nuestro futuro no sea tan distinto al de ahora y ese fue uno de mis planteamientos al escribir el relato.
Por otro lado, en el lenguaje quise integrar algunas expresiones y conceptos científicos para explicar el universo. En esto reconocía la influencia de la lectura de Historia del tiempo, de Stephen Hawking. Pero en algún otro sitio debí leer también aquella vieja teoría que hablaba del universo que nos rodea como formando un cuerpo aún mayor que el nuestro en cuyo interior nos encontraríamos. A su vez, el universo que ese otro gran cuerpo pudiera divisar, rodeándolo, formaría otro aún mayor, y así sucesivamente. Por supuesto, en nuestro interior funcionaría otro universo que también encerraría a otros cuerpos aún menores, y así también sucesivamente. Esta suerte de gigantesco juego de muñecas rusas, nos hablarían, creo yo, de la gran pertinencia y validez de nuestras teorías sobre los astros para entender el funcionamiento de nuestros universos interiores. El mundo supralunar y la gran esfera de las estrellas en perfecta sintonía empática con el mundo del espíritu y de las emociones... y cosas por el estilo.
Otra teoría de los universos, plantea que los agujeros negros son los puntos de conexión entre esas realidades distintas y hasta paralelas, y sobre ellos precisamente Hawking comentaba que son así, ‘negros’, porque eran producto de estrellas muertas, sin combustible ya para emitir luz alguna, convertidas en objetos estelares tan tremendamente masivos que eran capaces de atraer hacia sí hasta la luz de cualquier lugar cercano. En este sentido, los agujeros negros se convertían en inmensas bocas capaces de tragarse todo lo que llegara a su alcance, desapareciéndolas ante nuestros ojos en un borde a su alrededor que llamó horizonte de sucesos. Una vez traspasado este umbral, el objeto o persona adquiriría tal velocidad por la atracción de esa estrella que dejaría de existir para un observador externo al agujero, porque su imagen —que no es sino luz percibida— quedaría también engullida por la gravedad y por su velocidad acercándose al borde mismo de la velocidad de la luz (quizás superándola —y esto lo especulo yo— aunque eso se tropezaría con uno de los axiomas fundamentales de la Teoría de la Relatividad General de Einstein: nada hay a una velocidad mayor que la velocidad de la luz, que es la única y gran constate del universo).
El caso es que —continúa Hawking, y prometo no enrollarme mucho más— se alcanzaría una velocidad tan grande, y aplicando la famosa formulita de v= s/t (velocidad igual a espacio dividido tiempo, el consabido kilómetros/hora del velocímetro de nuestros coches), que sólo sería posible si en esa división la cifra del espacio (numerador) empieza a ser muy muy grande y la del tiempo (denominador), por el contrario, fuera muy muy pequeña. El resultado de tal situación sería que el objeto o persona en el interior del agujero negro se expandiría tanto que terminaría por descomponerse espacialmente, y, simultáneamente, su temporalidad sería tan ínfima que quedaría casi estancada en el tiempo.
Esta especie de limbo existencial daba rienda suelta a mi calenturienta imaginación surrealista en aquellos tiempos en que leía a Hawking, componiendo bellos cuadros dignos del mejor Dalí o de un Oscar Domínguez con sus delirios cósmicos, sus descomposiciones de cuerpos femeninos y sus paisajes litocrónicos. Ellos, por cierto, así como muchos otros surrealistas, no era de extrañar que siempre estuvieran fascinados por las nuevas teorías científicas del universo y por todas aquellas que afectaban a la visión de la realidad.
Por último, Kant, gran conocedor también de los cielos como demostró en su obra Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, o ensayo sobre la constitución y el origen mecánico de todo el edificio del mundo, tratado según principios newtonianos, en donde hablaba hasta de la vida extraterrestre. Posteriormente, Kant desde la Crítica de la razón pura y su estética trascendental, distinguió entre el mundo fenoménico (tal cual se nos aparece) y el mundo nouménico (tal cual es en sí), añadiendo que a pesar de nuestra experiencia del mundo a través de los sentidos, sólo podemos apreciarlo como fenoménico, debido a que sólo es comprensible a nuestro razonamiento bajo unas categorías a priori (es decir, previas a toda experiencia, propias de nuestra estructura cerebral), que son el espacio y el tiempo. Todo lo que conocemos, de un modo u otro está organizado por esas categorías a priori. Más allá de cualquier comprensión humana, por tanto, más allá de sus subjetivas categorías de conocimiento, está la realidad tal cual es en sí misma, al margen de cualquier condición espacio-temporal. Ese es el mundo nouménico.
Quizás, lo que sucede al interior de un agujero negro es de los ejemplos más clarificadores de nuestra imposibilidad de comprender qué sucede más allá o a pesar de estos conceptos del espacio y el tiempo (a lo sumo, sólo los surrealistas podrían). Así todo se nos vuelve oscuridad y frontera cognoscitiva, pero al mismo tiempo, constituye una de las pruebas más fehacientes de que lo nouménico existe, aunque completamente inaprensible para nosotros.
Quizás, el clímax que busca esa pareja de ciborg del cuento, y que buscamos todos al fin, no sea más que otra prueba de la existencia de lo nouménico; de la implacable atracción del encuentro a todos los mundos posibles; de una realidad más allá del espacio y el tiempo; del instante de gracia suprema en el viaje hacia los rizos de nacaroll.
Quizás, clímax y agujero negro no sean más que dos formas de manifestarse la conexión última hacia el nóumeno; la atracción infinita de los pasos hacia la realidad en sí misma; la armonía de los universos vibrando al unísono…
En fin… como ves, todo pura ciencia ficción.
viernes, 5 de noviembre de 2010
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