Leyendo “Los verbos sumergidos”, uno de los cuentos de Los días prometidos a la muerte, de Javier Hdez., me encuentro la referencia a William Turner, así como a neblinas y a trenes sin vías en la estación del tiempo perdido. Turner, el pintor del romanticismo inglés que en pleno esplendor realista anticipó en influyó en la avenida del impresionismo y hasta de abstracciones posteriores, nos revela momentos que todavía sobrecogen y maravillan por su energía y dinamismo. Turner ha estado muy presente este verano en la capital del reino, con una antológica en Museo del Prado. Lástima que no pudiera ir por allí, pero sí que aproveché mi breve estancia en Londres para admirar algunos de sus cuadros. Dios, un viaje en familia (¡iban Maite mis hijas y hasta mi suegra!)a esa ciudad es arriesgarse a no poder extraviarse mucho de los caminos más trillados, a caer una y otra vez en los lugares más comunes, a la vivencia de los más socorridos eventos, etc. etc. Algunos miedos se cumplieron y hasta me embargaron por momentos, pero, afortunadamente, los más archiconocidos museos de Londres guardan en sus entrañas obras que ningún tiempo ni circunstancia podrán banalizar su formidable aportación. La visita nunca defrauda, aunque te rodeen una maraña de cables por la audioguía o campen a tu alrededor los cientos de personas con guías que parlanchean a su grupo mayormente sobre cuestiones irrelevantes y anecdóticas. Recuerdo que en el Tate Britain, mientras me absorbía la turbadora eternidad de la escena, la inmensa quietud y transparencia de las aguas, de la Ophelia de J.E. Millais, apareció un grupo arremolinado alrededor de aquella guía empeñada en que vieran una cara que se adivinaba entre el claroscuro de la maleza del fondo ¡Y qué más da ese juego de guiño a la Gestalt! Ay que joderse, como si el cuadro no tuviera suficiente interés por sí mismo y hubiera que estar con esas gilipolladas. Pues eso, lo que decía, que a pesar de todo el lugar común de los grandes museos de Londres, éstos nunca defraudan, encontrando siempre alguna joya en la que deleitarse, alguna sorpresa con la que contentar al espíritu, algún detalle imborrable y personal que llevarte contigo. Como The Bath of the Psyche (El baño de Psique), del prerrafaelita Frederic Leighton, en otro momento hablaré de este cuadro, o como la serie de trenes de Turner, que encontré en la National Gallery.
Los vaporosos paisajes de Turner impresionaban por la orgía de fuerzas, atmósferas, luces y matices velados; una multitud de giros neblinosos alrededor de la chimenea de un tren que apenas se adivinaba para darle un sentido referencial al cuadro, sin vías que lo conduzcan a algún lugar o que hablen de su procedencia, sólo está ahí, como una aparición.
Los cuadros de Turner sentaron como una bomba en el canon figurativo del paisajismo inglés de la época, y el poder evocador de esos trazos difuminados, en transición, más allá de las formas, del acabamiento de las formas, del instante congelado… ese poder evocador, como digo, nos habla de la vida en movimiento, de la grandiosidad de las fuerzas en su flujo heraclídeo, más allá de lo humano tecnológico, empequeñecido por el mero atisbo de la máquina de fierro recién inventada y emblema de la modernidad de esa época.
¡Qué momento! casi como plantea Javier: ...en la estación del tiempo perdido.
martes, 28 de septiembre de 2010
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