domingo, 29 de mayo de 2011

Una final para el recuerdo

Esta mañana me despierto con cuatro imágenes todavía en la retina. Son imágenes en movimiento pero a cámara lenta; imágenes de repetición televisiva si se quiere, pero imágenes donde la pelota viaja ingrávida hasta el fondo de las mallas. Las sensaciones son hermosas por sí mismas, sin pensar en lo que suponen. Son cuatro planetas viajando por el espacio estelar, con sus movimientos de traslación y rotación, planetas suspendidos y libres a los que ni estrellas y ni meteoritos importunan, trayectorias de otro mundo hasta que son atrapadas por la red de este mundo, y el hechizo se borra bruscamente.
Muchos hablarán de gambeteos o fueras de juego y penaltis no pitados. Muchos hablarán de historias para la Historia con mayúsculas. Muchos hablarán de titi-tacas y de dominios apabullantes. De todo ello, yo me quedo con la telefonía y la microfonía. Es decir, con el primero y el tercero de esos cuatro goles.
El primero, por el despliegue previo con Xavi entre una nube de jugadores que no era sino un tablero de ajedrez en el que todo serían sombras incluso para cualquier avezado de este mundo. Pero Xavi vislumbró la jugada desde el principio, era cuestión de mover las piezas pertinentes y el pasillo quedaría expedito para el destinatario señalado. --Sí sí, ya te vi. Tú sigue por ahí y prepárate para servírtela en bandeja de plata recién bruñida y refulgente. No hagas caso de mis amagos, tú eres el elegido. --Parece que le decía telefónicamente a Pedrito el de Abades. Una línea telefónica que no tiene tarifa plana ni descuentos a partir de las seis de la tarde. Una telefonía que no es ni de este mundo ni del otro sino de automatismos psicoplasmáticos o qué sé yo, cosas de corrientes abisales. Y, luego, esa estampa de portero quebrado, ese gesto extraño de crack goleador, apenas perceptible pero demoledor, que tumba al portero para el lado que no era en su último día de carrera profesional y dejar la via libre hasta el fondo de las mallas. Inútil el esfuerzo del central que al cruce solo llegaba a cubrir la parte equivocada. Cómo no pensó en ello un portero tan veterano como ese, qué clase de gesto de cadera y tobillo logra vaciar tan enorme sabiduría de treinta años bajo los palos. El viejo portero quebrado, van der Sar, el largo y atlético van der Sar. La premonición perfecta de la gloria en una gran final.
Y el tercero, por la celebración de un gol marca de la casa Messi. Un gol sorprendente por la velocidad desbordante y la potencia de disparo raso que salva piernas defensoras a escasos centímetros. Un disparo con ligero efecto pero casi centrado que dejaría en evidencia a cualquier portero de no ser van der Sar. Van der Sar, sorprendido otra vez. Y Messi corre y desahoga los nervios, la ansiedad, la euforia, la grandeza... de un gol importante, crucial para el derrotero de esta final. Un gol para refrendar su valía exuberante, un gol para celebrar arremetiendo contra todo lo que se interpusiera en su camino... Y la microfonía de Wembley lo pagó doblemente, porque atrás de Messi venía Alves, desmadejado y dando coces hasta alcanzarlo, como si el gol no se hiciera realidad sin tocarle y comprobar que su compañero estaba allí, que era espíritu hecho carne.