domingo, 25 de noviembre de 2012

Rumiando al corsario conejero

En El corsario de Lanzarote, más que una historia, encuentro dos. Así le decía anoche a Eduardo García Rojas tras interesarse por lo que no me había gustado tanto de la novela de Francisco Estupiñán Bethencourt. Naturalmente la novela tiene muchos valores, algunos ya señalados por el propio Eduardo en su blog y suplemento cultural, así como en su presentación del otro día en la sede de CajaCanarias, y no voy a insistir mucho más en ello. Un género éste, el de la novela histórica, muy poco prodigado en nuestras letras, y en general mayormente dedicado a nuestro buen salvaje guanchinesco o a los más recientes episodios de la Guerra Civil. Sin embargo, hay todo un gran territorio histórico de estas islas que, como demuestra El corsario de Lanzarote, continúa esperando a ser narrado, no solo para mitigar nuestra gran ignorancia de lo que se ha cocinado por aquí en los últimos cinco siglos, sino también como espacio donde recomponer y habitar literariamente nuestro más inmediato backgound cultural. No se trata, pues, solo de entretenimiento y conocimiento, como señalaba el autor en la presenta del pasado miércoles, sino también de un afán literario que trascienda esos ámbitos.

En El corsario de Lanzarote, decía, veo dos historias, es decir, dos novelas distintas, con dos protagonistas bien distintos también, y en medio una fractura literaria que a mi modo de entender no se supo resolver del todo. Seguramente por irresoluble. Una, la de Francisco Sarmiento, hermanastro del Señor de Lanzarote, Agustín de Herrera y Rojas, quien, a su vez, protagoniza la otra de las historias/novelas.

La primera es la del triunfo de la subjetividad de un personaje, Francisco Sarmiento, abatido por la enfermedad y la nostalgia de una tierra perdida, descorazonado por la traición de un hermano al que cedió su libertad a cambio de la de su esposa, según acuerda con el pirata argelino Morato Arráez después de arrasar la isla lanzaroteña allá por el 1586, aunque con la promesa de que Agustín de Herrera pagara prontamente su rescate. Éste es un relato con el desgarro literario del desterrado, del desengañado, del que relata para testimoniar su desdicha cuando ya nada quede de él en este mundo. Éste es el relato del que no es protagonista de la Historia, del que más bien es arrastrado por ella, del que carece de poder para tomar las riendas de los acontecimientos y solo le queda el poder del escribano, de su denuncia literaria, de la plasmación documental de su infortunio y de su particular visión de las cosas.

La segunda es la del triunfo de la neutralidad, la del relato biográfico de una figura, Agustín de Herrera y Rojas, que sí protagonizó la Historia, la del Marqués y Señor de Lanzarote y Fuerteventura, la del cabalgador de Berbería del Poniente, la del principal brazo político de Felipe II en tierra de infieles por las costas atlánticas, la del heredero de uno de los más importantes linajes canarios de la época, los Herrera. Es la del triunfo del relato heroico y aventurero, profuso en detalles y nombres que han sido documentados y forman parte de la historia oficial y académica.

Si bien ambas partes son plenamente literarias, que no digo lo contrario, pienso que en la segunda triunfa más el historiador que el novelista que habita en Francisco Estupiñán, mientras que en la primera nos deja ver más el buen novelista que puede llegar a ser más allá del mero relato de los acontecimientos de que se trate. Dos partes, dos protagonistas y dos novelas con propuestas literarias bien diferenciadas, pues, y yo me atreví a comentarle anoche a Eduardo que quizás la novela que debería haber escrito Estupiñán solo tendría que haber contemplado un único protagonista y hasta una única visión de los acontecimientos, y que no es otra que la del ‘perdedor’ Francisco Sarmiento, alguien a quien la Historia seguramente no tendría reservado ningún sillón de la primera fila, pero que en la novela tendría una memorable revancha. Esa es parte de la magia de la literatura, algo que, a mi modo de ver, bien podrían contemplar muchos de los que se acerquen a este género de la novela histórica en Canarias.

Y con este rumiar me quedo pensando cómo habría sido esa novela que eché de menos, con Sarmiento desde el destierro o desde su querido Lanzarote recordando a ese hermano recién fallecido, que tanto poder logró acumular y que tanto mal pudo causar en su desmedida ambición, traicionando incluso a los de su propia sangre. Pero sin quedar todo ahí, en ese retrato unívoco de su posible malicia, sino también con la imagen cercana de sus victorias y bondades, ofreciendo el perfil de un hombre de su tiempo a través de otro coetáneo, que lo juzga pero no siempre con ojos acusadores, como es lo propio de quien lo conociera tan próximamente y de quien padeciera en sus propias carnes no solo sus devaneos y codicias sino también su amparo y camaradería.