jueves, 25 de agosto de 2011

Cotidianas de maresía y ventolera (iv)


Llevaba varios días sin saber de ellos. Nada, ni móviles ni fijo, ni respuesta a llamadas perdidas ni a mensajes. Totalmente Out, como si estuvieran fuera del mundo civilizado de las ondas comunicativas. ¿Joder, qué les habrá pasado? Me preguntaba ya. Al fin, un mensaje escueto: “Estamos en La Gomera”. Oká, ahora sí. En La Gomera, los dulces tortolinos… ¡Cabrones! y yo preocupado, al borde casi de llamar a bomberos, hospitales y BRIFOR (Brigadas Forestales, por si les había dado por la cosa verdulera y hippie).
La Gomera. Joder, de La Gomera tengo muy cerca un grato recuerdo. Sobre el mueble de la sala veo aún el gánigo que me traje una vez de Chipude. Suvenir de mi última estancia turístico-familiar. Sí, ya sé que últimamente estoy muy family, entre otras cosas. Pues eso, una magnífica cerámica de acabado tosco y minimalista en las formas (que así queda más chic), de un oscuro rudo y ancestral. No es un gánigo cualquiera, sino una reproducción del que presenta asas vertederas a ambos lados (y así quedo como entendido, los arqueólogos me confirmarán). Cuentan que así era el gánigo ritual de los acuerdos sellados de común, que una vez llenado de leche de cabra debía beberse por ambas partes, cada una por su asa correspondiente, en símbolo de sumo compromiso y alta traición en caso de incumplimiento de lo pactado.
Cuentan que el sabio aborigen Hupalupa después de repetidas advertencias a Hernán Peraza, Conde y Señor de la Isla por aquellos tiempos, se cita con el joven guerrero Hautacuperche en la Baja del Secreto para concebir la venganza por el honor mancillado de su querida Iballa, novia prometida a éste, y por la ofensa de la relación entre hermanos de linaje, iniciando la famosa ‘Rebelión de los gomeros’ (eso era allá por el 1488). Parece que Hernán Peraza había incumplido el pacto de colactación del cantón de Ipalán al que pertenecían tanto el Conde como la bella princesa aborigen, considerándoseles por ello como si fueran hermanos de sangre. Es decir, cuando Iballa sucumbe a los amoríos de Hernán Peraza, su afrenta incestuosa viene a colmar toda una serie de agravios que el castellano ya imponía a una isla que no había conquistado sino pacíficamente, gobernando en ella por acuerdo con sus naturales isleños, entrando a formar parte de su linaje en virtud de dicho pacto de colactación, lo que imponía toda una serie de compromisos y obligaciones a ambas partes y que Hernán se empeñaba en no respetar. “¡Ya el gánigo de Guahedún se quebró!” gritaban y silbaban silabeando por las montañas gomeras. El gánigo del acuerdo sellado se quebró y Hernán pagó con su muerte semejante ultraje. No importaba que fuera hombre casado con Dña. Beatriz de Bobadilla y Ossorio, sino su atrevimiento por no respetar una de las reglas inquebrantables de pacto de colactación. Así, aprovecharon una de sus repetidas incursiones en busca de su amada Iballa para que en el paso de Aguedun (donde ahora dicen Degollada de Peraza) emboscarle, ejecutando Hautacuperche la muerte prometida en la Baja del Secreto.
Pero ahí no quedó la cosa, pues los aborígenes envalentonados con el fallecimiento de Hernán Peraza, extendieron la rebelión hasta los dominios de La Torre defensiva de San Sebastián. Allí se refugió la Bobadilla, viéndose sitiada por las huestes de Hautacuperche, que hacía gala de notable valentía y agilidad para esquivar flechas y lanzas delante de la guardia castellana. Parecía no haber forma alguna para darle caza, lo que enardecía a los gomeros y alimentaba su aura de guerrero invencible, su baraka, lo que les llevaría a una victoria segura. Hasta que organizaron desde La Torre una treta para distraerle lanzándole más flechas desde las almenas mientras asomaba por una tronera inferior otro arquero que de manera muy disimulada disparó al guerrero por el costado sin que se diera cuenta, alcanzándolo sin remisión.
Herido de muerte Hautacuperche, se sembró el desconcierto entre sus tropas y el hechizo de una victoria libertadora se deshizo como el humo. Los gomeros terminaron por huir en desbandada, creyendo que con ello se daba por saldada la batalla. Sin embargo, Dña. Beatriz (personaje literario donde los haya, aunque por desgracia pobremente aprovechado hasta ahora en nuestras letras) pidió ayuda a Las Palmas. Más tarde, reforzado su poder militar, toma venganza de la muerte del Conde (así como de la magnífica cornamenta que le había quedado) apresando a muchos gomeros para venderlos como esclavos en los puertos de Sevilla y Valencia. De nada sirvieron los silbidos de aviso en la distancia para el escape o los intentos de conseguir represalias más leves para ellos. La señora condesa no acostumbraba a templar gaitas y no quería saber de más levantamientos en sus dominios, lo que, por otro lado, también le proporcionaba pingües beneficios.
Leí hace poco la novela de García Ramos, “El guanche en Venecia”, y las pinceladas que de esta mujer allí se ofrecen, han redoblado mi interés. Ambiciosa y muy bella mujer, siempre en el centro de las intrigas del poder y de la vida cortesana de la época. El Rey Fernando, la Reina Isabel, Hernán Peraza, Cristóbal Colón, Fernández de Lugo… Menuda mujer. Dicen que murió envenenada por tierras peninsulares, pero como eran muchos los enemigos, a saber quién fue. También dicen que la misma Isabel nunca la perdonó, molestándole no sólo aquellos deslices con el Rey, y que motivaran el destierro de tan alta cortesana a las islas atlánticas recién conquistadas, sino su posterior pretensión de hacerse con el gobierno estratégico de todas las Canarias, en un momento en que actuaban como necesario nexo para el flujo americano.
Les mando, pues, mensaje a los tortolinos para que no dejen de pasarse por los alfares de Chipude, pero luego me entero que no pudieron ir por allí. Lástima, otra vez será. Espero que no se hayan olvidado del gomerón que también les encargué. No sé cuándo se inventó tan exquisita combinación de miel de palma con parra, pero de haber existido cuando los tiempos de Dña. Beatriz, seguro que se le habría ablandado el corazón, contentándose con que, como desagravio a lo sucedido, sus aborígenes la tuvieran siempre bien aprovisionada de semejante elixir.