lunes, 4 de octubre de 2010

Esbozo de un diario (I)

Pimlico, esperamos por mi hermana y mi sobrinita Judith (que al final se incorporaron a nuestra estancia londinense). Nora, mientras, se recrea en el juego que nos inventamos el otro día en los jardines de St Paul’s Cathedral. Es un juego de movimiento de piezas y robo de los tesoros acumulados por cada uno. Del juego digo que me aburre (mentira), porque siempre tienen que ganar ellas. No hay manera de embaucarlas. El que se queda con el hueso rosa gana, les digo, pero para ello hay que dar varias vueltas al tablero. La primera vez aprovechamos el dibujo geométrico del muro donde nos sentamos, pero ahora la forma del tablero es lo de menos, así podemos jugar donde sea: en un sillón de piedra, en la mesa del salón de nuestro apartamento, al borde de una jardinera… Da igual donde nos cuadren los tiempos muertos que aprovechamos para jugar a esto.
La vecina de nuestro tablero de juego en Pimlico, que también espera como nosotros, sonríe al vernos jugar. Cuando lleguen ellas nos vamos al Tate Britain, los prerrafaelitas nos esperan. En ese grupo tenemos a pintores que nos gustan mucho a mi hermana y a mí, pero no sé cómo vamos a hacer con las niñas, seguro que las pequeñas no son de la misma opinión que nosotros. J.W. Waterhouse, Herbert Draper “The lament of Icarus”, F. Leighton “The bath of the Psyche”, J.E. Millais “Ophelia”, Dante Gabriel Rosseti "Proserpine", W.H. Hunt … Me encanta disfrutar de este culto a la belleza todavía plagado de referentes a la mitología clásica.
A William Blake lo busco por las salas y casi no lo encuentro, apenas un par de pequeños cuadros. ¡Qué lástima! Donde sí lo encontré fue en St. Paul's Cathedral, bajando al sótano del edificio. Siguiendo el plano que me dieron a la entrada encuentro finalmente una placa en su memoria:

"William Blake 1757-1827. Artist-Poet-Mystic".

Varios grupos llegan mientras estoy allí. Debajo, una cita textual de su famosa estrofa de Auguries of Innocence:

"To see a World in a grain of Sand
And a Heaven in a Wild flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour."

"Para ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor salvaje,
toma la infinitud en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora." [traducción mía]

De vuelta al metro… ¡Ah! Las niñas también se lo pasaron genial con unos talleres infantiles en medio de una de las salas del museo.
…De vuelta al metro, decía, nos tropezamos con grupos cada vez más numerosos de españoles quinceañeros. En las estaciones más concurridas, como Victoria, siempre nos lo encontramos de camino a alguno de los ítems del mapa turístico de la ciudad. Igual que nosotros. Los grupos de italianos no son menos, siempre en bandada mirando al mundo con alegre despreocupación. Ya habrá tiempo de fruncir el ceño, pensarán.
Durante el recorrido subterráneo creo que al final me gustó mucho más la “Ophelia” de Tom Hunter. Es la versión moderna de la “Ophelia” de Millais, una recreación, como las que tanto venera Jesús. Seguro que a él le habría gustado más que la original. La obra de Hunter es también el retrato de la muerte de una doncella, de una doncella moderna, una mujer perdida en la maraña de historias de marginación y drogas, con la fragilidad de la vida en los bordes, al filo del precipicio. Hunter la conoció fugazmente en alguna de las fiestas alternativas de los artistas y los progres. Ella vivía en el río, en una barcaza, y su vida de drogas, alcohol y tristeza acabaron con su caída al canal donde muere ahogada. Ya no es la aristocrática historia de Shakespeare en Hamlet, sino la de los barrios industriales de Hackney, destruidos hace unas décadas y que ahora son invadidos por la naturaleza nuevamente, creando ambientes interesantes en los márgenes de la ciudad, desprovistos de una pureza que quizás nunca existió, pero que resultan tan intensos y exuberantes como los del retrato de Millais. Allí es donde ocurre la historia de esta nueva Ophelia... entre la inocencia y la maraña... entre la inercia y el escándalo.

Cuervos en el horizonte

Sí, a ver vamos todos. A ver qué pasa, o mejor, qué nos pasa, y seguramente no pasará nada más que el discurrir del tiempo entre cacofonías extrañas. Cosas del diablo que llevamos dentro y que nunca nos deja tranquilos, cosas de cuervo loco croando y croando al infinito... como aquél cuervo que me despertó una mañana en nuestro campamento base de Beaufort St, entre el puente de Battersea y King´s Road. Era temprano y todos dormían todavía. El ruido de la ciudad llegaba suave y amortiguado: «¡Croaa, crooaa, crooaa...!» aquella voz ronca resonaba fuerte y clara en el patio entre los edificios gemelos de Beaufort St. Me asomo a la ventana del cuarto y no era un cuervo sino siete; siete cuervos en el suelo saltando bajo el enorme plátano (de los hermosos platanales de Londres me gustaría hablar otro día). Era una familia, un grupo de amigos, dando saltos a dos patas mientras parloteaban distraídamente. Siete cuervos como los que dicen proteger la Torre de Londres de una debacle segura para la realeza británica. Siete islas negras de brillo metálico y bello croar. «¡Crooac, crooaaac, Petronila, croooac…!» me pareció entender. Los cuervos salen del patio hacia la calle pero tras la verja queda el último, dubitativo, y se vuelve hacia el cobijo del plátano. Al momento, regresan los otros uno a uno volando raso. Al encontrarse de nuevo croan y croan… como de una pequeña familia o un viejo grupo de amigos se tratara. No pueden estar juntos, pero menos aún separados. Al fin vuelan erráticos en desbandada patio adentro, hacia la trastienda de los edificios de ladrillo. Uno, sin embargo, se queda un momento y mira hacia arriba, parece que me ve, con esa mirada penetrante de córvido del demonio. El séptimo cuervo, del séptimo día de estancia, del mes siete, desde el séptimo piso del barrio de Chelsea que llaman World’s End, el Fin del Mundo, a tiro de piedra del poderoso Támesis con sus túrbidas aguas al pasar por Canary Wharf. Viejos muelles de acogida a los tomates subtropicales isleños, nuevo centro financiero de cristal pulido e impoluto en los edificios, tratando de disimular las malas artes del negocio sin tregua. Canary Wharf, donde el río culebrea con fuerza como sacudiéndose las moscas verdes que acuden al festín de la inmundicia.