Al tiempo que leía, subrayaba con ímpetu y apuntaba comentarios en los márgenes. «A los libros hay que torturarlos así para irles sacando el dulce néctar de sus frutos», me dijo una vez aquel viejo profesor de bachillerato. Y, desde entonces, procuro hacerle caso. Bastó, sin embargo, solo un leve roce del grafito contra el canto de aquel libro para dibujar un trazo estilizado, como de perfil de albatros que se recortara contra el cielo, en pleno giro de su vuelo escudriñador de piélagos y corrientes de buenaventura. La imagen me cautivó, y me llevaba a escenarios muy distintos de los que leía, hasta el punto de imaginarme sus planeos de amplios horizontes, en medio de la brisa fresca de la mañana, sus capturas saladas, su vida toda al paso de las nubes rumbo al ocaso… Una imagen demasiado bucólica, sí, un breve idilio del pensamiento, como una breve y necesaria bocanada de oxígeno para luego devolverte a la inevitable existencia, al implacable y cicatero paso del tiempo. Como para no imaginarse un albatros de plumaje desastrado y hambriento. Un pajarraco de aceitosa glándula uropigial inflamada y sanguinolienta por las basuras de comida encontradas en aquellos mares corrompidos. Eso también le había fortalecido el espíritu, pero le propiciaba episodios de supurante y dolorosa picazón. Una figura nada digna de altos vuelos, sí, ni para una depurada semblanza alada. Si acaso para la de un pirata superviviente, de ralo gesto al pasar. Su olfato, perturbado por persistentes mucosidades, le desorientaba en el encuentro de los vientos más favorables o para prevenirlo de págalos, falaropos, alcatraces o rabihorcados. Malditos avechuchos que trataban de imponerse con malas artes, aprovechando su menor envergadura para giros y quiebros insospechados. Eso había tornado su natural mirada en mohína y desconfiada. Afortunadamente, su aguda visión no había quedado tan afectada, lo suficiente al menos para liberarlo de palangres y trasmallos o de toda esa panoplia de manchas y plásticos que vagaban a la deriva, y que a tantos hermanos suyos habían llevado a la lenta agonía y la muerte. Malos tiempos para este errante de mares pelágicos, tiempos de crisis para dejarse de ensoñaciones más o menos poéticas. Espabila, son tiempos para el cuchillo entre los dientes (o en el pico), y que escape el que pueda.
«¡Sangre, sangre!» reclamaba el ‘hermano’ hace unos días. Me dieron ganas de buscar un machete y decirle «¡Qué coño sabes tú de sangre. No tienes ni puñetera idea de lo que dices! ¡Anda, cógelo, y demuéstranos qué sabes hacer con esto!» Pero callé. Callé por no estar con el esfuerzo de llenar de adrenalina este maltrecho cuerpo. Bueno, por eso y porque, sintiéndolo mucho, hasta tenía que estar de acuerdo con algunas cosas que decía en medio de su histrionismo y necedad. Cómo nos encanta arreglar las cosas de un plumazo, pero qué alarde de inteligencia y virtud. «¡No, no. Nada de centro ni socialdemocracia —decía— Derechas y punto, sólo la derecha de toda la vida puede ser honrada y sacarnos de este pozo al que los socialistas nos han abocado!» «Sí, como en Valencia y Baleares» «¡Esos son unos socialistas, están en el PP pero son socialistas. Sólo los socialistas roban. Todo el que robe es socialista o comunista! Menos mal que todo eso se va acabar ahora. ¡Rajoy acabará con toda esa ralea de socialistas, que ya era hora! ¡Ésta es nuestra era!». «Sí, la era de Acuario» —añadió JMª entre risas. «Sí, como cuando la Guerra Civil. Toda una nueva era, y muy sangrienta», me dije yo.
Yo no sabía si eran los virus, mi cobardía por no ir a buscar el machete o si mi tope para aguantar memeces había sido superado de largo… pero no veía la hora de salir de allí en busca de aire fresco. «Que se queden con el mono y sus monerías», me dije.
El paso del tiempo… decía. Sí, del tiempo habla el “Libro del cuervo” y nos recuerda que “el tiempo es ese señor de la soga que se va anudando alrededor de nuestro cuello”… Pero de ese libro mejor hablo en otra entrada.
En el Monterrey, la otra noche, Fernandito me decía «Ramón, y ¿tú qué tomas?» «¡No, de Ramón nada! -le dije- Llámame cuervo, que aquí estamos el buitre y el cuervo. Faltaron el cernícalo y la pardela. Todos avechuchos de estas tierras desalmadas». «No, buitre no, tío, yo no soy buitre que se alimenta de la carroña y eso… ¡uf!» «Cállate, que aquí carroñeros somos todos, pero hay algunos que ni siquiera saben volar».
Ahora veo la última entrada del buitre y veo que seguimos en la misma jonda (u desbandada).
jueves, 19 de enero de 2012
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