Escribir… Escribir, leer, y reconocerse en lo escrito, ese es el mejor placer del escribir, del leer. Divertimento para algunos, sufrimiento para otros, pero escribir, escribir y escribir... y leer, leer y leer. Partir de una imagen más o menos vaga y quebradiza, según los casos; de una emoción vaporosa y desleída, quizás; de un pensamiento divagante y amorfo… tal vez; pero siempre de unos demonios que te cuchichean al oído esto, aquello, lo otro. Todo tan etéreo y vahído como un sueño, como un sueño que se vuelva pesadilla o miedo, miedo a que todo se evapore sin más. Ese oscuro desasosiego hasta encontrar la forma que lo fije y lo defina, que lo exorcice. Una forma a veces desconcertante, inesperada, defraudando tantas veces, pero al fin una forma que lo concrete, que lo expulse y lo conjure. Y la forma es el lenguaje, con sus propias limitaciones y leyes de estructura, belleza y verosimilitud, de armonía y ritmo. Una forma tal que te provea de esa atmósfera especial, que se respire sin saber de qué lugar exacto proviene o qué clase de tecla mueve. Una atmósfera que sepas que está por ahí, que la sientas, que juegue su papel, promoviendo el asombro, quizás, una cierta épica del vivir. Ese afán de persuadir y empatizar.
Mala cosa si no terminas de reconocerte en lo escrito, lo leído, y peor aún si todo ello carece de cierta atmósfera. Casi como esto mismo que acabas de leer, y que quise escribir a pesar de notar cómo algo importante quedaba atrás y se me fuera escurriendo entre las palabras, a penas sin terminar de encontrar su forma.
No tendré más paciencia esta vez, no volveré a darle más vueltas (mentira). Así, tal cual, te quedarás esta vez, aunque no acabe de saciar a esos malditos diablillos que no son yo, ni soy yo nada sin ellos.
jueves, 2 de febrero de 2012
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