jueves, 29 de abril de 2010

Noticia

Parece que ya citan por ahí al "Volandero Cultural La Gatera", Eduardo García Rojas en su blog: http://www.elescobillon.com/
¡Qué cosas!

Colecciones

Ron-roneo en el Monterrey a media noche. La luna llena estaba hermosa con ese halo de los tiempos africanos que soplan por estos lares desde hace un par de días. En el Monterrey, Chani dejó pequeño a Alfredo Kraus mientras se concentraba en sus caricias al techo del local, a casi tres metros de altura. Brincaba de la estantería al escabel y del escabel a la nevera. Y cantaba, cantaba improvisando letras que, a pesar de nuestras risas, iban hilando un discurso de amores desaforados. Nos salimos a fumar, hablábamos de Kafka, del Ulises de Joyce y de la Antología de relatos luso-canaria de Pacheco a propósito de retóricas e historias. Y mientras fumábamos, nos pusimos a ver la luna y a desandar las conversaciones del encuentro “Coleccionistas y colecciones: del objeto al arte”, la mesa redonda de esa noche en el TEA, con Javier González de Durana, director artístico del TEA, y con Fernando Estévez, Director del Museo de Historia y Antropología de Tenerife. También estaba Ángel Mollá por allí, que continúa este ciclo el viernes con una conferencia sobre ruinas y nostalgias. Saludó efusivamente a Jesús. Bueno, el caso es que a Jesús le pareció de interés la separación entre coleccionistas que quieren mostrar sus colecciones, de los que sólo la hacen para sí mismos y no las quieren exponer públicamente. Desde la mesa Javier insistía en la relación cuasi amorosa, íntima, que expresaban algunos de estos coleccionistas (ponía ejemplos) y Jesús planteaba cuestiones como la legalidad/ilegalidad o moralidad/amoralidad de los objetos coleccionados. Luego, mientras nos enterábamos en el bar de turno que el Barcelona había quedado eliminado (debimos ser de los pocos futboleros que nos perdimos el encuentro con el Inter, ahora me explico la baja concurrencia al acto), comienzo yo a hacer divagaciones por esa brecha abierta en el asunto del coleccionismo, y hablo del frikismo. Si la colección se establece con un criterio realmente friki y bizarro, no creo que sea para mostrarla, entre otras cosas por el efecto de mandíbula desencajada (imagino) que tendría en los que la ven. Jesús se acuerda de “El Coleccionista” de John Fowles y yo de los thrillers cinematográficos y esas colecciones de piezas humanas a través de asesinatos en serie. En el Moterrey, Jesús me habla de un sueño, con un señor que a pesar de lo feo que era tenía mucho éxito con las mujeres porque tenía una mano muy grande, hasta el punto de que sus dedos eran como penes. «¡Claro!» Le digo, así empato con lo de los frikies. «Es que no hay nada más irrefrenable que el morbo. Y si el objeto del deseo está oculto, esto se multiplica. Me acuerdo de la película española "Orquesta Club Virginia" (mentira, no me acordaba del título, pero ahora sí), donde el mujeriego (coleccionista de polvos, por tanto) de Enrique San Francisco (perdón, su personaje) se obsesiona con follarse a una chica del hotel donde se hospedaba la orquesta. Pero no porque fuera muy guapa, no, sino por tener doce dedos en los pies, es decir, uno más de lo normal en cada uno. ¡No ves que siempre lleva calcetines, hasta cuando baja a la piscina!» Decía. Y es que, como muy bien planteaba Fernando Estévez, las colecciones tienen la capacidad y el objetivo de extraer los elementos que las componen del contexto cotidiano, normalizado, para alojarlos en el ámbito de lo extraordinario, de lo que no tiene precio, de la relación especial y trascendente con, al menos, el que las colecciona. Así, la chica de los doce dedos es convertida en una rara pieza que faltaba para su colección; en los asesinos en serie se hacen recomposiciones (sangrientas, eso sí) de elementos especiales para alcanzar la perfección idealizada/deseada; los frikies organizan sus objetos alrededor de criterios excéntricos para placeres únicos y personales; en la novela de Fowles la chica secuestrada termina siendo una continuación de su colección de mariposas a las que les da caza y priva de su libertad de vuelo y que es lo que constituye el propio deleite de este coleccionista, su espacio para lo extraordinario; el que colecciona objetos robados, ya sabe de antemano que no los va a poder exhibir, sería absurdo y frustrante para él comprar estas piezas con la intención de exponerlas a los demás, arriesgándose a que en algún momento habrían de descubrir el fraude, la razón tendrá que ser otra, íntima, intelectualizada decía Javier Glez. en algún otro caso. En fin, sea como sea, con múltiples criterios, con gustos muy distintos, con motivaciones tremendamente variopintas, las colecciones siempre configurando un espacio personal para lo inusitado, lo excepcional, lo extraordinario.
Luego Jesús me habla de la colección de Pacheco y del relato “Las cenizas de la paz” de María do Rosário Pedreira (se ríe por la historia), y yo le hablo de “Después de las perdices quietas” de Antonio Manuel Venda (me gusta el ritmo con su ambientación nada urbana). Y recordamos la nueva colección de Antonio Gómez Charlin “Los hijos bastardos de Dios”, todos autores canarios extraviados… no sé si hacia la isla de San Borondón. Cuántas cosas en esta noche redonda, de luna llena africana… Y ellos siguieron rumbo al bar Castillo, cuando decidí volverme a casa. Por el momento, ya había coleccionado suficientes rones.