jueves, 28 de julio de 2011

El pueblo ante las geometrías del vórtice vizcaíno



Desde el primer día mi hija Nora se muestra encantada con Bilbao. Recién llegados desde el aeropuerto nos topamos con el Guggenheim una vez salidos del túnel. Grata bienvenida, quizás excesiva. Pasando el museo aparece el perro de flores, y Nora comenta al verlo --¡Qué boniiito! ¡Decidido, me vendré a vivir a esta ciudad! --Otro día, al cruzarnos con un señor mayor con chapela, me dice –¡Qué bonitas son esas gorras! Sí, me gustan mucho. --Hoy, sin embargo (ya llevamos varios días), no se mostraba tan conforme con este tiempo siempre lluvioso.

Cuando visitamos el Guggenheim paseo hasta el final de las esculturas de Richard Serra. Son realmente desconcertantes los juegos de equilibrios y geometrías a los que te someten esas grandes láminas de hierro curvado; el juego de cortes de unos bordes con otros y contra las propias líneas del museo donde se encuentran, contra sus paredes y techumbres; el juego de ecos por los estrechos pasadizos que hay entre ellas; el misterio de no ver más allá de un par de metros por sus curvaturas y sinuosidades... En fin, una vez llegados al fondo de la estancia, como decía, me encuentro una pequeña sala con audiovisual de entrevista a Richard Serra. En ella comenta que lo que hacen los arquitectos no es arte, que el arte no busca la funcionalidad y los arquitectos siempre están condicionados por ella. Lo que ocurre, continúa, es que hoy en día los tenemos demasiado entronizados, y ellos se lo han creído. Curioso, que diga eso precisamente en este museo emblemático de Frank Gehry, más considerado una escultura (o sea, arte) que un edificio museístico. Además, añade, mi amigo Frank estaría de acuerdo con lo que digo.
No sé, recuerdo que Jesús me leía a Unamuno antes de venirme para aquí, y me señalaba unos párrafos sobre un diálogo que mantenía con otro acerca de lo que era arte y quizás podría estar de acuerdo con Serra. Sin embargo, esas líneas, ese brillo metálico que supo encontrar Gehry… parece que quieren volar más allá.

Volar sí que volaban los cuervos de hoy. Día de cuervos en nuestro periplo por la costa norte. Nunca vuelan alto los cuervos, así se hacen notar adonde quiera que van. Nos desviamos hacia Getxo y pasamos de largo hacia Plentzia, luego vendrán Bermeo, Mundaka y Gernika. De camino, bajamos hasta la peña de San Juan de Gaztelugatxe. Encantador paraje de la costa rocosa, buen motivo para estirar las piernas por su estrecha vereda. Dicen que tocar tres campanadas aquí y encomendarte al santo te ahuyentará toda enfermedad. Así lo hacemos, que nunca se sabe. En el interior de la ermita se palpa su consagración a las gentes del mar, altar, cuadros y techumbre plagado de barcos y escenas marineras. En Bermeo almorzamos y yo me pido un buen trozo de bonito del norte, a ver si me recupero del trayecto sanjuanero. Quizá esto también ayude a alejar enfermedades.
En Gernika me recorro el Parque de los Pueblos de Europa, con esculturas de Eduardo Chillida y Henry Moore, entre otras. Nos acercamos a la Casa de Juntas, donde se encontraba el legendario árbol. Como al Garoé, también le llegó su hora, conservándose solo un trozo de su tronco bajo un templete circular. Lo toco y no siento ninguna extraña sensación o vibración ancestral, solo el esqueleto carcomido de lo que alguna vez fue o ni siquiera eso. Cuando salíamos de aquel Parque me llega una visión, como de aquelarre. Me acerco, es una bella dama que desnuda eleva sus brazos al cielo mientras unas llamas le suben por las piernas. Es una escultura que pone ‘Monument Aux Martyrs D’Oradour’, donado por la Sra. Nicole Fenosa.
Seguimos hacia Kortezubi, al encuentro del Bosque Pintado de Ibarrola y la cueva de Santimamiñe, pero llegamos demasiado tarde. Hasta la cueva son como cuatrocientos escalones y hasta los árboles de Oma, unos cuatro kilómetros y medio. Lo intentamos con Ibarrola, pero a la media hora de camino nos dicen que todavía nos queda otro tanto para ver los primeros troncos pintados. Uf, se nos haría de noche a la vuelta, tenemos que dejarlo. La refutación a las disquisiciones de JMª en su libro quedarán para otra ocasión. Allí hablaba él de geometrías, perspectivas y puntos de fuga en relación con la ausencia de modernidad artística. Nada, el otro día me pasó algo parecido con el Peine del Viento en Donosti. Tampoco llegamos allí por el temporal de lluvia y viento que hacía, aunque, por otro lado, habría sido el mejor momento para oír silbar a esas barras de fierro, retorcidas y hercúleas.
Si Oteiza buscaba el vacío geométrico como característico del ser vasco, y Chillida lo encontró, incluso, más allá de estas montañas, yo casi que también me voy de vacío si no fuera por el Nervión y sus alrededores, incluida la Ría con su puente y barquilla colgante en Portugalete. En su base, una pequeña tienda de souvenirs, y en un estante un ron cubano. Joder, Ron Caney-Añejo Centuria. Y alzo un chupito leyendo otro fragmento de Juan Antonio de Zunzunegui:

“Bilbao es hijo del agua y del hierro… y el puente su dintel. Aún no estaban las aguas del puerto sujetas a domesticidad… cuando ya se alzaban las cuatro torres arriostradas del puente y entre ellas se extendía su esbelta pasarela”.

Periplo norteño por algunos de los principales tótems vascongados; tótems de arte, industria y naturaleza, geometrías de una tierra en la encrucijada. ¿Acaso hay algo más moderno? Quizás, JMª debiera sumarse al homenaje del ‘Arte de la fuga’ de J.S. Bach, al igual que su compañero generacional Patxi, en la Catedral. Aunque eso contrariara en demasía a su querido hermano, todo un consumado devoto de Wagner, como ya sabemos.

Mención aparte merece la nube de conexiones, puentes, desvíos, escalectrix, pulpos con carriles-tentáculos que cruzan, bajan, suben… en todo lo que rodea a la conurbación Galdako-Basauri, Bilbao-Barakaldo-Santurtzi y, al otro lado de la Ría, Leioa-Getxo, junto con todo lo que rodea al aeropuerto de Sondika, Derio-Zamudio-Lezama. Es como en una Nueva York reconcentrada. Uf, sólo contarles que a los diez minutos escasos de haber alquilado el coche, y ya contentos por habernos situado en la city (a partir de ruta conocida de la guagua L77 y de Plaza Moyúa, que es como La Cibeles de Madrid, o Plaza Cataluña en Barcelona, rotonda universal del dibujo urbanístico del ensanche bilbaíno a donde todas las grandes avenidas confluyen como rayos de una trama soliforme y culto a la luz que nos ilumina nuestro devenir), se nos ocurre seguir por la avenida de la Diputación Foral, muy engalanada ella en aquel día, cuando de pronto nos para un coche de la policía. Nos dice que si no sabemos que esta calle es de acceso restringido solo a vehículos oficiales y de servicios públicos (como nuestra guagua, claro). Oh, en mala hora, y nosotros tan contentos dirigiéndonos al Arenal tan querido por conocido y cercano a Miraflores. –Perdone agente, es que somos unos magos del sur isleño, con solo diez minutos de conducción autónoma, y que de vez en cuando picoteamos las grandes cities de este mundo mundial. Mil perdones por este delito de la ignorancia y del incivismo más profundo… Y el agente, en su inspiración más solar y luminosa (como corresponde a la geometría de esta ciudad), nos perdonó. ¡Hala, agur!, que ya no volveremos más por aquí con este flamante deambular.

Me dice JMª que en Miraflores estoy muy periférico y hasta marginal, que este barrio era de gitanos y no sé cuánto más. Pues sí, completamente de acuerdo; periférico y del margen del margen, africano, vamos. Y gracias a eso entramos y salimos hacia la autopista A8 sin dificultad. Nada de calles con acceso restringido, direcciones contrarias y desaparcamientos varios. Para esa parte, siempre peatonal a Dios gracias.