martes, 22 de junio de 2010

El cuento de Saramago



Hace unos años le regalé a mi hija La flor más grande del mundo, un cuento de Saramago para reflexionar sobre por qué los valores que le enseñamos con tanta convicción a los niños no nos valen a nosotros como adultos. Toda la forma de ser y hacer que vale para la infancia, de pronto, deja de valer para los adultos. Actitudes inocentes o infantiles, dicen unos, candidez, utopismo, buenismo... dicen otros. Sin embargo, ¿no es todo ese crecimiento de valores contrarios a los de la infancia el que nos lleva a los grandes males de este planeta? La utopía, nos decía Saramago, no es algo por realizar en un tiempo futuro y lejano, no, la utopía comienza hoy mismo, ahora mismo, con nuestra posición, con nuestra toma de decisiones a partir de este mismo instante. Si eso cambia en todos nosotros, conoceremos y viviremos la utopía desde ya, así de fácil, así de decisivo. La flor más grande del mundo era un cuento para niños, para ser contado con las palabras sencillas de un niño, pero Saramago se lo dio a leer a un niño y éste le dijo que no le había gustado, que no había entendido nada. Tampoco le gustó a mi hija, a pesar de lo bien ilustrada que estaba la edición que le había regalado. Los niños son el mejor crítico literario, proseguía Saramago, siempre son sinceros, no tienen necesidad de mentir para quedar bien, y después de este veredicto no creo que vuelva a escribir un cuento para niños nunca más. Creo que es el oficio más difícil del mundo. Así de humilde y sincero se mostraba también el nobel de literatura, casi como un niño grande, tratando de no olvidar jamás los valores que aprendió desde pequeño. Así lo veíamos muchos, también. Pero se preguntaba Saramago: ¿y si las historias para niños fuesen de lectura obligatoria para los adultos? ¿seríamos realmente capaces de aprender nosotros, lo que desde hace tanto tiempo venimos enseñando a los niños?

Ese niño grande que era Saramago, recuerdo que hablaba un día de las montañas de Lanzarote, pues le gustaba mucho caminar por ellas, subiendo hasta su cima, y se preguntaba ¿Por qué subimos a las montañas? Y encontró una respuesta sólo a la altura de su personalidad y pensamiento, diciendo: ¡Pues, sencillamente, porque están ahí!