Aquel grueso volumen resultó haber sido encuadernado en numerosas ocasiones, y en las últimas de forma tosca, con papeles de periódico que ya mostraban por las esquinas y lomo un gran deterioro y manoseo.
Después de hacerle un gesto de aprobación al camarero, el Flamenco (que así le llamaban) comenzó a explicar con ese español de ligero acento centroeuropeo que le caracterizaba.
–Éste es un libro muy antiguo, copia de un manuscrito encontrado en Egipto. No sé si de la biblioteca esa… la famosa de Alejandría… ¡Ah! No no, en unas tumbas secretas de los faraones, río arriba, muy al interior de ese reino. Nada de pirámides ni cosas de películas, sino en una especie de cuevas excavadas para ellos en la ladera de una montaña.
–Joder, es usted un erudito. –Dije, casi con sorna. Y no le gustó nada el tono vacilón porque estuvo a punto de mandarme al carajo. Sería la cerveza recién servida quien detuvo aquella reacción, y me quedó claro que estos escritos se los tomaba bien en serio.
--Después de encontrarlo un inglés al que tomaban por loco, fue el mismísimo Napoleón quien encargó traducirlo y llevarlo siempre consigo para sus consultas personales, como si del mejor de los oráculos se tratase. –Acabando esta frase bebió y bebió, de forma tan desaforada como si estuviera yo hablando con aquel inglés que lo descubrió por primera vez, recién llegado del desierto egipcio. Al momento, aquella cerveza había desaparecido entre sus fauces, y tuve que repetir gesto al camarero, que aún seguía pendiente de nosotros.
--Siga siga, que la historia parece --yo todavía suspicaz-- mucho más interesante de lo que me esperaba.
--¡Interesante! ¡Interesante, dice! Esto no es interesante, por Dios, esto es la verdad. Y con la verdad no se juega. ¿Me entiende? –Su mirada era ahora desafiante y yo solo quería calmarlo un poco para que continuase la historia.
--Ande, tome un poco más y volvamos al asunto. –Señalándole con la mirada el libro que había dejado sobre el mostrador. Sin embargo, eso de la ‘verdad’ ya me había defraudado bastante. Cansado que está uno de encontrarse por todos lados con biblias y sus correspondientes predicadores iluminados.
--Bien, sigamos pues. –Con tres nuevos movimientos de nuez ya había deglutido casi la otra cerveza. Y prosiguió.
—Como le decía, fue Napoleón quien lo utilizó por primera vez en Europa, y quien le otorgó gran prestigio entre los ambientes cortesanos. Después de su muerte se publicaron numerosas copias que hacían las delicias de camarillas y grupos de damas en tardes de aburrimiento. Pero también hubo quien se lo tomaba más en serio; aristócratas y hombres de negocios preocupados por el futuro, damiselas y buenas mozas en busca de provechoso partido, señoras ya maduras inquietas por sus hijos o por los devaneos de sus maridos, etc. etc. –En esto alcanzó de nuevo la botella y de un solo trago acabó con el resto del líquido espumoso. Y yo, por mi parte, pedí dos más. Una para él y otra para mí, que ya me hacía falta también.
--En fin, que cada uno buscaba en él la pregunta o preguntas que más le preocupaban acerca de su devenir más inmediato, motivo por el cual terminó conociéndosele como El libro de los destinos.
--¿Puedo? –Le dije, refiriéndome al libro.
--Sí… Bueno, adelante. Pero cuidado de no forzar demasiado sus costuras, que los cuadernillos ya están cerca de desmembrarse.
Abrí por la tapa de la portada y en las primeras hojas quedó al descubierto lo que parecía una dedicatoria… Sí sí: “A su alteza imperial María Luisa (…) Señora: con sentimientos del más profundo respeto y veneración tengo la honra de (… bla bla) Aunque esta traducción es un poco libre en algunos pasajes para adaptarla a las costumbres de Europa, es sin embargo casi un facsímil del único manuscrito original que poseyó el nunca bastante lamentado emperador y rey (… bla bla bla) espero será de la aprobación de Vuestra Señora Alteza Imperial. Su humilde servidor, H. Kirchenhoffer”. --Joder, pues sí que el Flamenco decía la verdad. –Me dije, cuando de pronto soltó el pesado brazo sobre el ejemplar, cerrándolo de golpe.
--¡Jodeeer! ¡Qué coño pasó!
--Que sigo teniendo la garganta seca.
--Coño, qué susto. Anda, pónganos dos más. –Y yo todavía con el corazón en un puño dando brincos enormes.
--Me cago en la puta, Flamenco, no me hagas eso otra vez. Pides otra y ya está ¡Cojones!
Abro de nuevo por el prólogo y leo algo de un tal Mr. Sonnini y de cómo describió el prodigio de unas tumbas encontradas por él en el Monte Líbico, a media legua del poniente del Memnonio y acabando frente a Medinet-Abou.
martes, 5 de julio de 2011
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