miércoles, 2 de noviembre de 2011

El que faltaba

Tiempos de intemperie, sálvese quien pueda. Jesús siempre requiriendo que escribamos, que no dejemos pasar ni una, que si no nos corta el cuello. Uf, pues creo que a estas alturas ya estoy más degollado que aquel baifo sin cabeza que vi correr y brincar por el jable mientras se desangraba. Impresión de niño, de cuando las palomas rozaban el aroma de las flores, para seguir con la delicada metáfora ofrecida al gallego hablador. Qué tiempo de correrías sureñas, imposible contarlas todas, pero sí contaré ahora mi versión de la bronca playera del Paraíso.
Llegamos de rebote, acordándonos de Charlín y sabiendo bien poco de él después de la trifulca sobre si Lizundia podía o no ser defensor y crítico de su propia obra. Qué sentido del humor se gastan algunos. Bajábamos desde Guía de Isora, donde nuestro consumo videocultural no estaba siendo satisfactorio. Hasta teníamos miedo de costiparnos en la espera de aquella desangelada plaza. Que le den a la modernidad del cine veraniego al aire libre en pleno noviembre, como si tuviéramos que creernos el discurso entero de la eterna primavera turístico-isloteña. Cuando nos vimos con el gallego, todavía en el coche, Jesús ya me advirtió (y yo también me había dado cuenta) que ni le saludó. Nada, como si no existiese. Desde la admiración confesa a la completa indiferencia, cruel destino a un escritor metido de corrector puntual y por circunstancias del guión. En fin, y yo que me creía que el encuentro serviría para limar asperezas. Resultó mejor que eso. Parkeo en medio de la curva ciega (no hay otro sitio libre) y Charlín nos lleva a un bar que suele frecuentar. El nombre ya me pareció premonitorio, "El que faltaba". Si el Víctor orteguiano tiene razón y el valor de las cosas está en ellas mismas, solo que nosotros debemos estar preparados para saberlas apreciar, diría que aquel sitio no invitaba precisamente a la concordia y ni mucho menos estábamos preparados para avizorarla en lontananza. Y sobre aquella pequeña terraza de mobiliario plástico de un conocido refresco, comenzamos a departir sobre las últimas novedades literarias. Enrarecido ambiente, callejón sin salida, y no importa de qué, en una noche de ronroneo luminoso que prometía. Y yo reía en aquel pequeño rifirafe de escritores, pero en segundos la cosa explotó como un volcán a nuestros pies. Cada vez me veo más pájaro y aéreo, nada terrenal, como para estarme tomando en serio aquella falta de argumentos de peso, como que todo terminó en mariconada estentórea. Ya he tenido suficiente, se acabó el humor. ¿Y ahora qué?
A recomendar la lectura de Charlín, me dice Jesús, que la cosa no ha hecho sino empezar.
Que así sea.