miércoles, 23 de junio de 2010
Voluntades y patrocinios
¡Uff! ayer sucedieron demasiadas cosas para este blog[uero]. Otro martes de carnaval en Tijuana Social Club. Maite lo escuchó y le gustó. El posprograma, como siempre, continuó especialmente lúcido y fresco en el bar (Jesús me lo confirmaba). Pero teníamos a Campanilla revoloteando por la ciudad y quedamos de vernos en el Atlántico. Dejo a Charlín en la estación de guaguas y continúo hasta la Plaza de España. Con Campanilla y Jesús sigo luego hasta el pueblo más literario del cantón de Anaga. Entre tantas digresiones con el ronroneo de telón de fondo, le contaba a mi amiga no sé qué del gofio, para luego añadir el enamoramiento de mi padre con el gofio del molino de Las Mercedes. Desde que lo descubriera allá por los años 60 hasta que murió en 2004, con 96 años, siempre se aprovisionó de ese molino. El caso es que nosotros vivíamos en Los Cristianos, es decir, en el otro extremo de la isla, pero eso jamás lo amilanó, y por eso se aprovisionaba cada vez con unos 20 o 30 kilos (lo suficiente para el encargo de algún amigo y el consumo propio de un par de meses), aprovechando alguno de sus viajes a la capital. Yo lo acompañaba en ocasiones, y todavía llegué a ver, allá por los 70, los vagones abandonados del antiguo tranvía de principios del XX cuando pasábamos por la recta de los eucaliptos, camino a Las Canteras, para luego seguir hasta Las Mercedes. Ese paisaje y ese clima se me quedaron grabados por el gran contraste con el sur de mi pueblo, seco y vitreoclítico. Todavía los restos de los eucaliptos y los manchones de amapolas de la vega lagunera me siguen transportando a esa época. En el molino siempre me fascinó el olor a tueste del cereal y las operaciones del molinero en el relleno de las tolvas, el reajuste de las muelas o el embocado del saco que recogía la molienda. Todos movimientos estudiados y repetidos al milímetro para conseguir el mejor ritmo productivo y toda la organolepsia que hacía que mi padre fuera fiel devoto de aquel gofio en concreto. Cuestión de matices en la cuisine local que tampoco a mí me deja indiferente. Pero lo más impresionante para mí, siempre fue aquella proclama en letras gigantes que presidía el escenario del molinero: "La fuerza de voluntad patrocinada por la virgen de Candelaria". Seguro que a mi padre también le impresionaba, y hasta a un Arthur Schopenhauer o a un Friedrich Wilhelm Nietzsche les hubiera dado en qué pensar.
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