lunes, 4 de octubre de 2010

Cuervos en el horizonte

Sí, a ver vamos todos. A ver qué pasa, o mejor, qué nos pasa, y seguramente no pasará nada más que el discurrir del tiempo entre cacofonías extrañas. Cosas del diablo que llevamos dentro y que nunca nos deja tranquilos, cosas de cuervo loco croando y croando al infinito... como aquél cuervo que me despertó una mañana en nuestro campamento base de Beaufort St, entre el puente de Battersea y King´s Road. Era temprano y todos dormían todavía. El ruido de la ciudad llegaba suave y amortiguado: «¡Croaa, crooaa, crooaa...!» aquella voz ronca resonaba fuerte y clara en el patio entre los edificios gemelos de Beaufort St. Me asomo a la ventana del cuarto y no era un cuervo sino siete; siete cuervos en el suelo saltando bajo el enorme plátano (de los hermosos platanales de Londres me gustaría hablar otro día). Era una familia, un grupo de amigos, dando saltos a dos patas mientras parloteaban distraídamente. Siete cuervos como los que dicen proteger la Torre de Londres de una debacle segura para la realeza británica. Siete islas negras de brillo metálico y bello croar. «¡Crooac, crooaaac, Petronila, croooac…!» me pareció entender. Los cuervos salen del patio hacia la calle pero tras la verja queda el último, dubitativo, y se vuelve hacia el cobijo del plátano. Al momento, regresan los otros uno a uno volando raso. Al encontrarse de nuevo croan y croan… como de una pequeña familia o un viejo grupo de amigos se tratara. No pueden estar juntos, pero menos aún separados. Al fin vuelan erráticos en desbandada patio adentro, hacia la trastienda de los edificios de ladrillo. Uno, sin embargo, se queda un momento y mira hacia arriba, parece que me ve, con esa mirada penetrante de córvido del demonio. El séptimo cuervo, del séptimo día de estancia, del mes siete, desde el séptimo piso del barrio de Chelsea que llaman World’s End, el Fin del Mundo, a tiro de piedra del poderoso Támesis con sus túrbidas aguas al pasar por Canary Wharf. Viejos muelles de acogida a los tomates subtropicales isleños, nuevo centro financiero de cristal pulido e impoluto en los edificios, tratando de disimular las malas artes del negocio sin tregua. Canary Wharf, donde el río culebrea con fuerza como sacudiéndose las moscas verdes que acuden al festín de la inmundicia.

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