domingo, 2 de diciembre de 2012

Tuning art (I)

Sí, no lo pude evitar. Comencé a tener claro que alguien estaba tras mis pasos cuando empezaron a aparecer aquellos extraños grafitis por todos los sitios de mis rutas cotidianas. Al principio sólo me llamaban la atención por su crueldad extrema; cortes sanguinolentos en partes sensibles del cuerpo; hojillas y navajas hundiéndose en pezones y uñas, ojos desorbitándose por extraños instrumentos, lenguas bifurcadas o labios colgando entre rojas salpicaduras con un realismo extraordinario. Me los encontraba de forma arbitraria a la vuelta de una esquina o al subir las escaleras de una plaza. Como eso, como quien supiera de mi vida y de mis pasos, adelantándose siempre a lo que haría al día siguiente. No sabía bien cómo interpretarlos; si como una amenaza o como un aviso. Miraba y miraba en todas direcciones, pero nada. Tenía la intuición de que aquella obra de arte no se completaba hasta llegar yo, hasta incluir mi sorpresa o mi incomodo por aquel cuadro. Sí sí, su autor tendría que estar observando mi reacción en el momento de verlos, escondido por algún lado, asomando de algún modo la mirada para deleitarse conmigo ante su obra. Yo mismo era parte de su obra. Pero por qué yo, por qué un ser tan anodino como yo iba a ser objeto de tantas atenciones. El azar, sí, quizás habrá sido eso, tan solo un ser escogido al azar. Fue cuando comencé a descontrolarme otra vez, cuando dejé de hacerle caso a mi médico, a abandonar la vida tranquila y ordenada que tenía que seguir, a dejar de tomar las pastillas en las horas que debía. Pero cómo hacerlo en este estado de alteración que me imponían esas pinturas, el encuentro con ellas cada día. Cómo digerir ese sobresalto en mis paseos por el barrio. Cada vez eran más crueles, más vivas, más reales y turbadoras. Quién será, quién tratará de reírse de mí, de esa manera tan desalmada. Y para qué. Así fue que comenzaron a asediarme sombras y desconfianzas. No quería ver a nadie, ni salir, pero la comida se acababa y las paredes parecían que me enterraban vivo. Tenía que salir y con cada salida una nueva pintada; el estupor donde menos lo esperaba. Toda esa desolación que acudía a mi espíritu. Hablaba, sí, hablaba solo y le veía ya, le veía escondiéndose y riéndose de mí. Y le gritaba, le gritaba con todas mis fuerzas. Y la gente no me entendía. Gritaban ellos también y salían corriendo, huyéndome sin comprender mi agonía e injusticia. ¡Que no, que es él quien tiene toda la culpa! ¡Que es ese maldito loco, que se asoma por allí y por allí… y por allí! Trataba de explicarles, pero de quien tenían miedo era de mí.

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