La verdad es que nunca pensé que la fotografía y la literatura se parecieran tanto. Sólo necesito un flash para que las cosas salgan adelante. Pero si no aprovechas ese impulso, lo más probable es que nunca lo escribas, casi sin segunda oportunidad, como en la fotografía. La otra noche soñé con un cuento intrigante, lleno de fuerza. El cuento se reinterpretaba hasta tres veces desde perspectivas distintas, formando un bucle perfecto y caleidoscópico. Pero notaba cómo las claves se me escapaban a medida que se desarrollaban los argumentos y fui consciente de que o me despertaba en ese momento y me ponía a escribirlo o iba a ser imposible hacerlo después. Así fue, y mi cuento se difuminó en las oscuridades de mi subconsciente. Tal vez algún día vuelva a aflorar de nuevo, pero lo dudo. Tal vez lo haga y yo tampoco me levante a escribirlo. Una vez me incorporaba a la autopista en dirección hacia el norte, a la altura del Hospital Universitario. Era temprano, una mañana extraña con una lluvia muy fina y niebla rastrera bajando desde La Laguna. A pesar de todo, el sol trataba de meter algunos rayos y todo tenía un aura especial. Fue cuando vi una imagen insólita, una bella imagen para ser fotografiada si no fuera por las prisas y porque no llevaba cámara alguna. Las paredes de hormigón mojadas tenían un brillo metálico, más bien toda la atmósfera era metálica, y entre las nieblas un árbol seco, con todas sus ramas peladas, pero donde se habían posado varias decenas de tórtolas. Apenas se divisaban sus detalles, solo el perfil grisáceo que dibujaban, casi como un contraluz. Justo detrás, el lateral de una casa, al pie de cuyos muros habían varias buganvillas espléndidas, frondosas, con flores de colores intensos, naranjas, amarillos y violetas. La composición era de una armonía perfecta y siempre quedó en mi retina de fotógrafo. Pasaba por allí muchos días, y comprobé que la bandada de tórtolas seguía acudiendo a dormir allí todas las noches. Por un tiempo albergué la esperanza de poder sacar aquella fotografía y hasta solía llevar la cámara en mi coche. Las tórtolas no siempre se disponían de la misma forma cada vez, repartiéndose entre las ramas y el muro de las buganvillas. No era lo mismo. Días más tarde, uno de los gajos del árbol terminó por ceder y caerse al suelo, perdiendo su equilibro visual, y otra mañana encontré que el dueño de aquella casa había podado completamente las buganvillas y ya no había flores, ni ramas, y hasta las tórtolas terminaron por dejar de aparecer por allí. Y fui testigo de cómo mi fotografía deseada se descomponía a pedazos y comprendía lo absurdo de preparar la cámara cada mañana, al salir a mi trabajo. Igual que con los textos que escribo, si no me pongo al momento, vuelvo a tener la misma sensación de descomposición, de instante irrepetible. Esta mañana tuve otro flash, mirándose al espejo, como en la cabecera del blog de jramallo. Por fortuna me senté al ordenador… y así salió esta nueva entrega para este bosque que, tras la derrota, trata de volver a la vida... otra vez.
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