domingo, 6 de junio de 2010

En el mediodía de mi pueblo

Tristes y parsimoniosos me parecían los andares de aquel perro por la orilla de la playa. Olisqueaba por aquí y por allá. Sin duda, buscando algún rastro que le llamara la atención. Nada de eso sucedía en el vaivén de las olas, en su marchitar por la bahía, y el animal siguió hasta perderse más allá del Chalé del Peña. Pienso en los gritos y en las aventuras infantiles en aquel tramo de playa, con los parales avanzando por la arena, como una escuadrilla de poderosos destructores al encuentro con los japoneses en el Pacífico Sur. Nosotros patrullando y batallando sin descanso por nuestro pequeño mar gris y de olas quietas a la espera de los surcos que dejaríamos en ellas para siempre, agradecidos por el júbilo de los juegos y las cosquillas areniscas en pies y manos, con sabor a polvo salado. Ahora levanto la vista y todo alrededor está tan cambiado… Definitivamente le estoy perdiendo el pulso a este pueblo. Y, sin embargo, hoy he estado por el Gavota y el bar de Fernando, como si el tiempo no hubiera pasado. Caras más viejas, eso sí, pero con las pláticas usuales, casi cotidianas, donde me reconocen y me reconozco, pero siempre con la certeza de que algo se me escapa. Quizás, lo menos importante. Sigo a casa de B., donde las cosas siguen igual que siempre, a pesar de las conversaciones llenas de novedades. Más tarde aparece Sonita con más novedades de Venezuela, y le metemos diente a los manjares de la mesa que había preparado B., a la cerveza y a la botella de vino que trajo Sonia. Ahora me doy cuenta que yo no llevé nada, ni siquiera unos dulces secos para comer de postre con el café, ni un licor ni nada. Me temo que mis habilidades sociales están bajo mínimos, y yo quejándome. Pero todo me salió así de improvisado y sin reflejos. Cuando subo a la Montaña Chica en busca de mi coche, oigo al hijo de Doña Antonia gritando en la cueva, miro y veo la entrada hermosa y psicodélica, como a él le gusta (también a mí). A continuación, el bar de Antonio el carpintero, con los fijos jugando al envite en la caída de la tarde. Sigo y Miguelina no me deja marchar sin saludarla. Sigo y sigo… entre fantasmas y certezas de un paisaje que ahora sé que todavía sigue siendo el mío.

1 comentario:

quico dijo...

Doctor como siempre te digo, tienes menos detalle que el cuadro de un Seat Panda, aunque de vez en cuando te dan unas décimas de fiebre y te da por traerle a uno algún detalle que siempre se te agradece. Aunque pensándolo bien ¿que importan esas chucherías cuando lo que de verdad vale es tener amigos que el mejor regalo que pueden hacerle a uno es pasar buenos ratos charlando sentados en la mesa de un bar con un par cañas de cerveza en mano?, eso si que son detalles.