Ay Irene, hace un par de meses celebrábamos tu nacimiento, un nacimiento tan distinto. Y nos preguntaban ¿quién es esa tal Irene? Sí, no sabíamos entonces qué clase de fuego la alimentaba. En estos días atrás se nos venía anunciando su cara más funesta, poniendo en jaque a la ciudad más poderosa del planeta. Y ahora sigue subiendo más al norte, rumbo al Canadá, ¿quién lo iba a pensar? Dicen que la corriente del Labrador tiene la culpa, y que unas aguas calenturientas por el cambio climático hará que más Irenes de éstas se vuelvan a ver en años venideros. No sé, se ha hablado tantas veces que viene ese lobo, que ya no sabes si creerte el cuento. Lo cierto, es que una extraña cola de ese vórtice americano parece que ha cruzado el Atlántico y nos llega a estas peñas canarianas en forma de olas gigantes. Dicen que el diablo siempre trae una cola muy larga, acabada en ponzoñosa punta. Todo un espectáculo para quien no esté a su alcance, todo un siniestro rumor para los del borde mismo de la mar. Despierta esta mañana la prensa con titulares igualmente agitados y agigantados. El Diario de Avisos especialmente, con primera página inusualmente apaisada, ocupando portada y contraportada. Joder, “¡Nunca más!” y una inmensa foto de las calles anegadas de San Andrés. ¡Nunca más! El pueblo se levanta para reclamar el dique de protección que se les niega desde hace más de cuarenta años. ¡Nunca más! Las aguas saladas y revueltas asaltando calles, casas, garajes, negocios… Me imagino el derrotero de nuestros lugares favoritos. A Chani, a su abuela, a Ferni y Carmita, a los del bar Castillo, al Portugués, a la bella Karima, a Rivero el poeta escondido, al otro Rivero, D. José narrador impenitente… Al parnaso sanandresino todo él ante la amargura de la mar en sus propias casas. De Orlando, no, de él mejor no digo nada, ya tiene con su propia marejada.
Sabe este pueblo demasiado de inundaciones y desgracias, inundaciones de barranco y de océano, con torrentes de monos azules y de tiburones de guante blanco. Todos ellos operando siempre de espaldas, a traición. La torre-castillo se quebró en su día, advirtiendo de los peligros, pero seguimos empeñados en ganar la partida a los elementos, en la puta senda de los elefantes. Así somos todos, tan dados en demostrar nuestra fuerza, tan olvidadizos de los límites, creyendo ganar la partida palmo a palmo. Las aguas, mientras, brincan revoltosas los paseos y avenidas para luego quedar embalsadas, como si de preciado elemento se tratara. Curioso urbanismo éste que ni protege de las entradas ni deja que salgan luego. Pura racionalidad arquitectural, y lo digo porque habría un proyecto, firmado, visado y bendecido, como también los hubo de avenidas y bulevares santacruceros, demostradamente ineficaces y traicioneros. ¿Algo que objetar al pueblo esta vez?
También al sur le tocó algo parecido. Por Las Galletas estuve yo. Pero allí el agua con la misma que entraba, salía. Sí, calles por donde callados y arenales campaban a su aire, pero muy poco de inundación. Ya sabemos que todo arma tiene doble filo, y, una vez más, la barrera valió más de dique que como impedimento.
Las olas reventaban en los picachos de afuera, la Baja de Las Galletas continúa siendo su mejor protección, con sus aromas de verde marino y sus formas de capricho volcánico. Las olas entran poderosas hacia La Ballena, por allá de la Punta del Viento. La gente se arremolina y deleita con la espectacularidad de los espumarajes y los golpes de mar que hacen vibrar el terreno que pisan. Los románticos hablaban de la grandiosidad de lo natural y del sentimiento sublime que precede al horror de sucumbir ante ella. Y yo rememoro las palabras de uno de aquellos espectadores improvisados:
El murmullo de la rompiente en una noche de callados sueltos,
Viajando libres por peatonales y avenidas,
Una noche de chapoteos y voces que piden auxilio.
Y tú, durmiendo como una niña sin pastis con las que juguetear
Orgullosa del sacrificio y riendo el encuentro,
Soñando verano en tu silla roja, de espaldas al mar.
martes, 30 de agosto de 2011
jueves, 25 de agosto de 2011
Cotidianas de maresía y ventolera (iv)
Llevaba varios días sin saber de ellos. Nada, ni móviles ni fijo, ni respuesta a llamadas perdidas ni a mensajes. Totalmente Out, como si estuvieran fuera del mundo civilizado de las ondas comunicativas. ¿Joder, qué les habrá pasado? Me preguntaba ya. Al fin, un mensaje escueto: “Estamos en La Gomera”. Oká, ahora sí. En La Gomera, los dulces tortolinos… ¡Cabrones! y yo preocupado, al borde casi de llamar a bomberos, hospitales y BRIFOR (Brigadas Forestales, por si les había dado por la cosa verdulera y hippie).
La Gomera. Joder, de La Gomera tengo muy cerca un grato recuerdo. Sobre el mueble de la sala veo aún el gánigo que me traje una vez de Chipude. Suvenir de mi última estancia turístico-familiar. Sí, ya sé que últimamente estoy muy family, entre otras cosas. Pues eso, una magnífica cerámica de acabado tosco y minimalista en las formas (que así queda más chic), de un oscuro rudo y ancestral. No es un gánigo cualquiera, sino una reproducción del que presenta asas vertederas a ambos lados (y así quedo como entendido, los arqueólogos me confirmarán). Cuentan que así era el gánigo ritual de los acuerdos sellados de común, que una vez llenado de leche de cabra debía beberse por ambas partes, cada una por su asa correspondiente, en símbolo de sumo compromiso y alta traición en caso de incumplimiento de lo pactado.
Cuentan que el sabio aborigen Hupalupa después de repetidas advertencias a Hernán Peraza, Conde y Señor de la Isla por aquellos tiempos, se cita con el joven guerrero Hautacuperche en la Baja del Secreto para concebir la venganza por el honor mancillado de su querida Iballa, novia prometida a éste, y por la ofensa de la relación entre hermanos de linaje, iniciando la famosa ‘Rebelión de los gomeros’ (eso era allá por el 1488). Parece que Hernán Peraza había incumplido el pacto de colactación del cantón de Ipalán al que pertenecían tanto el Conde como la bella princesa aborigen, considerándoseles por ello como si fueran hermanos de sangre. Es decir, cuando Iballa sucumbe a los amoríos de Hernán Peraza, su afrenta incestuosa viene a colmar toda una serie de agravios que el castellano ya imponía a una isla que no había conquistado sino pacíficamente, gobernando en ella por acuerdo con sus naturales isleños, entrando a formar parte de su linaje en virtud de dicho pacto de colactación, lo que imponía toda una serie de compromisos y obligaciones a ambas partes y que Hernán se empeñaba en no respetar. “¡Ya el gánigo de Guahedún se quebró!” gritaban y silbaban silabeando por las montañas gomeras. El gánigo del acuerdo sellado se quebró y Hernán pagó con su muerte semejante ultraje. No importaba que fuera hombre casado con Dña. Beatriz de Bobadilla y Ossorio, sino su atrevimiento por no respetar una de las reglas inquebrantables de pacto de colactación. Así, aprovecharon una de sus repetidas incursiones en busca de su amada Iballa para que en el paso de Aguedun (donde ahora dicen Degollada de Peraza) emboscarle, ejecutando Hautacuperche la muerte prometida en la Baja del Secreto.
Pero ahí no quedó la cosa, pues los aborígenes envalentonados con el fallecimiento de Hernán Peraza, extendieron la rebelión hasta los dominios de La Torre defensiva de San Sebastián. Allí se refugió la Bobadilla, viéndose sitiada por las huestes de Hautacuperche, que hacía gala de notable valentía y agilidad para esquivar flechas y lanzas delante de la guardia castellana. Parecía no haber forma alguna para darle caza, lo que enardecía a los gomeros y alimentaba su aura de guerrero invencible, su baraka, lo que les llevaría a una victoria segura. Hasta que organizaron desde La Torre una treta para distraerle lanzándole más flechas desde las almenas mientras asomaba por una tronera inferior otro arquero que de manera muy disimulada disparó al guerrero por el costado sin que se diera cuenta, alcanzándolo sin remisión.
Herido de muerte Hautacuperche, se sembró el desconcierto entre sus tropas y el hechizo de una victoria libertadora se deshizo como el humo. Los gomeros terminaron por huir en desbandada, creyendo que con ello se daba por saldada la batalla. Sin embargo, Dña. Beatriz (personaje literario donde los haya, aunque por desgracia pobremente aprovechado hasta ahora en nuestras letras) pidió ayuda a Las Palmas. Más tarde, reforzado su poder militar, toma venganza de la muerte del Conde (así como de la magnífica cornamenta que le había quedado) apresando a muchos gomeros para venderlos como esclavos en los puertos de Sevilla y Valencia. De nada sirvieron los silbidos de aviso en la distancia para el escape o los intentos de conseguir represalias más leves para ellos. La señora condesa no acostumbraba a templar gaitas y no quería saber de más levantamientos en sus dominios, lo que, por otro lado, también le proporcionaba pingües beneficios.
Leí hace poco la novela de García Ramos, “El guanche en Venecia”, y las pinceladas que de esta mujer allí se ofrecen, han redoblado mi interés. Ambiciosa y muy bella mujer, siempre en el centro de las intrigas del poder y de la vida cortesana de la época. El Rey Fernando, la Reina Isabel, Hernán Peraza, Cristóbal Colón, Fernández de Lugo… Menuda mujer. Dicen que murió envenenada por tierras peninsulares, pero como eran muchos los enemigos, a saber quién fue. También dicen que la misma Isabel nunca la perdonó, molestándole no sólo aquellos deslices con el Rey, y que motivaran el destierro de tan alta cortesana a las islas atlánticas recién conquistadas, sino su posterior pretensión de hacerse con el gobierno estratégico de todas las Canarias, en un momento en que actuaban como necesario nexo para el flujo americano.
Les mando, pues, mensaje a los tortolinos para que no dejen de pasarse por los alfares de Chipude, pero luego me entero que no pudieron ir por allí. Lástima, otra vez será. Espero que no se hayan olvidado del gomerón que también les encargué. No sé cuándo se inventó tan exquisita combinación de miel de palma con parra, pero de haber existido cuando los tiempos de Dña. Beatriz, seguro que se le habría ablandado el corazón, contentándose con que, como desagravio a lo sucedido, sus aborígenes la tuvieran siempre bien aprovisionada de semejante elixir.
domingo, 21 de agosto de 2011
Cotidianas de maresía y ventolera (iii)
Despierta la plaza de Las Tórtolas con sus arrullos matinales. El sueño se va con las primeras luces. Bajo al súper, desayuno bivalvo de pan y prensa. Anoche pies cansados de estar viendo firmes la Muestra de Folklore de los Pueblos. Allí, al borde de las escalinatas para tener mejor panorama del anfiteatro de la plaza de Los Príncipes. Sí, estamos en el pueblo de las plazas, los paseos y las playas, Roja, Galicia, Picacho, Jaquita, Los Martínez, Pelada, Las Tablas... Allí, cambiaba mi peso de un pie a otro para aliviar, pero nada, no había forma. Y el director del grupo mallorquín en plan pedagógico. El pueblo aplaude vigoroso, al encuentro de sí mismo en sus pluralidades más festivas. Pueblo de estas peñas, pueblos cosaco, boliviano, mallorquín… Pueblo horizontal o vertical, según se vea en su lozanía o en su raigambre. ¡Qué más da! Pueblo polícromo, representado, escenificado, coreografiado… La apoteosis y el esplendor en su infinita variación y todos a una en los aplausos. El momento de congraciar, de reconocerse, de sentir que somos algo más. El empalago gratuito de escuchar una y otra vez tradición, costumbre, modo de vida, rescate, salvamento, reconquista… Folk, folk, folk. El pueblo solo encuentra grácil los restos del naufragio, la tragedia cotidiana. Y yo cautivo de mi dolor… de pies.
‘El mar es una butaca de cuero con brazos de madera’, según el particular diccionario de “Canino”, la peli del griego Yorgos Lanthimos. –No te quedes de pie. Siéntate en el mar para charlar tranquilamente conmigo. –Decía la voz, a modo de parádima. El mar, me digo, era confortable ayer, mullido y fresco como nunca antes. Me abrazaba y protegía, pero al tiempo toqueteaba y su madera acuosa tomaba cuerpo. Sentía sus brazos y dedos sorprendiendo mi sexo, avivándolo, excitándolo… enervándolo. Me acosté en él y encontré sueños anacarados, filtrando riquezas de corrientes ajenas. Aquellas que traían aguas desvergonzadas del norte en su rumbo a los caribes, buscando ya tibiezas olvidadas. Alegrías de un mundo que ahora sólo recuerdo a través de esa pintura naif de la pared. Una apretada escena de mercado multicolor, con sus mujeres atareadas, con fardos a cuestas y puestos de frutas y verduras. Y dos camiones atrapados en el tumulto, un enorme Chevrolet rojo que lo llaman ‘Rambo I’ y un Ford azul llamado ‘Men Lavi Timal’. Rodeando al mercado, una línea de casitas de adobe con techos pajizos, al fondo, una escena de trópico con árboles y palmeras, mar en calma con barcas de vela fondeadas y grupos de gaviotas revoloteando, recortadas contra la gama de azules y ocres que se entremezclan tras unos cúmulos ingenuos y portentosos en la línea del horizonte. Entre el verdor de los árboles destaca el naranja de un gran flamboyán en flor, formando una extraña cara, el inefable lado siniestro del paraíso. Todo parece tan lejano.
‘El mar es una butaca de cuero con brazos de madera’, según el particular diccionario de “Canino”, la peli del griego Yorgos Lanthimos. –No te quedes de pie. Siéntate en el mar para charlar tranquilamente conmigo. –Decía la voz, a modo de parádima. El mar, me digo, era confortable ayer, mullido y fresco como nunca antes. Me abrazaba y protegía, pero al tiempo toqueteaba y su madera acuosa tomaba cuerpo. Sentía sus brazos y dedos sorprendiendo mi sexo, avivándolo, excitándolo… enervándolo. Me acosté en él y encontré sueños anacarados, filtrando riquezas de corrientes ajenas. Aquellas que traían aguas desvergonzadas del norte en su rumbo a los caribes, buscando ya tibiezas olvidadas. Alegrías de un mundo que ahora sólo recuerdo a través de esa pintura naif de la pared. Una apretada escena de mercado multicolor, con sus mujeres atareadas, con fardos a cuestas y puestos de frutas y verduras. Y dos camiones atrapados en el tumulto, un enorme Chevrolet rojo que lo llaman ‘Rambo I’ y un Ford azul llamado ‘Men Lavi Timal’. Rodeando al mercado, una línea de casitas de adobe con techos pajizos, al fondo, una escena de trópico con árboles y palmeras, mar en calma con barcas de vela fondeadas y grupos de gaviotas revoloteando, recortadas contra la gama de azules y ocres que se entremezclan tras unos cúmulos ingenuos y portentosos en la línea del horizonte. Entre el verdor de los árboles destaca el naranja de un gran flamboyán en flor, formando una extraña cara, el inefable lado siniestro del paraíso. Todo parece tan lejano.
viernes, 19 de agosto de 2011
Cotidianas de maresía y ventolera (ii)
Frente a mi terraza, una jovial algarabía se da cita todas las tardes. Me asomo. Corren. Esta vez juegan al balón los mayores, mientras las bicicletas descansan recostadas contra la escalinata. Los más pequeños se mueven entre los módulos de suelo acorchado. Los columpios, el tobogán de acero refulgente, el delfín cabalgante, el esquelético barco pirata, el tubo mareante... No importa si suben o bajan, si dan vueltas como locos. El puñado de padres y madres se reparten, atentos, por los muros cercanos. Las voces y gritos rebotan en los edificios que rodean la plaza y me llegan con aires de eco. La tarde se apacigua con sus tonos cálidos y el frescor del mar se deja sentir en la brisa. No sé en qué descuido pude clavarme el puñal de pesca que limpiaba con esmero. Miraba, sí, esa es la razón, los miraba alegres y despreocupados. El frío acero va deslizándose poco a poco bajo la piel, cortando carnes y vísceras. Y el aire… el aire atravesado en mi garganta; el grito sordo de los adentros. La sangre brota y redime todos los pecados. No sé qué clase de pensamiento cruzó mi mente, en esta plácida tarde de salitres dulces y ásperos. Como sueño de cangrejos blancos saliendo a borbotones de las cuevas de Bocinegro.
miércoles, 17 de agosto de 2011
Cotidianas de maresía y ventolera (i)
Un estruendo de pavos y otras aves de corral cacareando por atrás. Voces desde la lejanía sin acabar de entender el qué. La arena yace hoy llena de piedras. Piedras sabiamente equidistantes en el capricho de las corrientes y su aparente dulzura de arribada a la orilla. Cuerpos flácidos y cuerpos fibrosos las recorren, esquivándolas. Ancianas, rechonchos, bajos, altas, calvos, depiladas, engreídos… Cuerpos de toda índole, en su infinita variabilidad y combinatoria. El lenguaje de los cuerpos se impone por encima de las vacuidades habituales; sus máscaras sociales más refinadas, hábitos, convenciones… La marea va y viene con su arrullo acostumbrado. Reclama viejos dominios, pero seguimos ahí, en la senda de los elefantes, a la espera. La cadencia de los cuerpos no se puede esconder, muestran inevitablemente su verdadera naturaleza, los pesos que cargan, y pienso en ello. Su expresión es siempre clara para quien quiera saber mirar. Nada, no importan emplastos, siliconas, tatuajes ni demás textiles en sus afanes por cambiarlos o camuflarlos. Es más, pienso que con eso sólo consiguen hacerlos más visibles aún, más locuaces en su querer decir, más desnudos y expuestos. Una verdad sin remisión, sin recovecos ni ambages. Me gusta verlos e imaginar cosas a partir del compás de sus movimientos. Caminan, deambulan… se solazan entre aires y luminosidades, hablando de sí mismos, absorbiendo y filtrando energías vitalicias como extrañas esponjas de aguas oceanas. Caminan y ofrecen su lenguaje particular, su fraseo gestual de vidas a punto de descarrilar; la perpetua exquisitez de la esquizofrenia humana. Nada nuevo, desde luego, pero todo parece que queda en suspensión cuando esas mujeres esbeltas se deciden a quitarse sus ropajes de litoral, cuando alzan sus brazos, cruzándolos, mientras arquean sus cuerpos durante el difícil tránsito para liberarse de ellos por la cabeza. Ah, memorable instante para el delicado embeleso, como de beldad clásica nunca antes esculpida ni retratada por artista alguno. Hasta que el soplo de la embriaguez pasa y todo regresa a mis usuales cavilaciones, taxonomías, caprichos orgánicos, nostalgias… Elucubraciones de pejeverde por la orilla del mar.
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