Frente a mi terraza, una jovial algarabía se da cita todas las tardes. Me asomo. Corren. Esta vez juegan al balón los mayores, mientras las bicicletas descansan recostadas contra la escalinata. Los más pequeños se mueven entre los módulos de suelo acorchado. Los columpios, el tobogán de acero refulgente, el delfín cabalgante, el esquelético barco pirata, el tubo mareante... No importa si suben o bajan, si dan vueltas como locos. El puñado de padres y madres se reparten, atentos, por los muros cercanos. Las voces y gritos rebotan en los edificios que rodean la plaza y me llegan con aires de eco. La tarde se apacigua con sus tonos cálidos y el frescor del mar se deja sentir en la brisa. No sé en qué descuido pude clavarme el puñal de pesca que limpiaba con esmero. Miraba, sí, esa es la razón, los miraba alegres y despreocupados. El frío acero va deslizándose poco a poco bajo la piel, cortando carnes y vísceras. Y el aire… el aire atravesado en mi garganta; el grito sordo de los adentros. La sangre brota y redime todos los pecados. No sé qué clase de pensamiento cruzó mi mente, en esta plácida tarde de salitres dulces y ásperos. Como sueño de cangrejos blancos saliendo a borbotones de las cuevas de Bocinegro.
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